viernes, 13 de enero de 2017

¿Colegios de muerte?

             Nos desayunamos hoy en el periódico, aunque ayer ya se conoció la noticia por los informativos de las numerosas cadenas televisivas del país, con el desafortunado titular sobre la muerte de un adolescente por su propia mano, en este caso una adolescente, con tan sólo trece años. Es uno de los hechos que más daño pueden hacer a una familia, ya que si bien la muerte de un hijo de esa edad es algo muy duro, difícil de ponerse en su pellejo, supongo que si la muerte es autoinflingida lo es muchísimo más, porque, ¿qué motivos puede tener un niño o una niña para ello? Ésa es la gran pregunta, cuando a esas edades apenas se ha comenzado a vivir, ni siquiera puede tener la frustración de estar en paro, de que su voto no sirva de nada o cosas así, ya que, como se suele decir, para el Estado es «cascarón de huevo».
             Todos los que leen este tipo de noticias se echan las manos a la cabeza, porque el sistema está fallando. Parece ser que la niña sufría acoso escolar, eso que ahora está tan de moda, como otros de los niños de edades similares que en los últimos años han tenido el mismo fin. Es como si junto a Internet, los teléfonos móviles y las redes sociales se hubiera inventado eso del acoso... vamos, lo que toda la vida han hecho los «abusones», para qué nos vamos a engañar. Entonces no es que sea algo nuevo, ya que siempre ha habido niños más crueles que el resto, dentro de que la poca experiencia que tienen los niños los hacen ser crueles, al no tener desarrollada la empatía, ya sea autodidacta o aprendida de otros. Todos conocemos casos en nuestros colegios, cuando teníamos edad escolar, fuera cuando fuese aquello, de niños que insultaban a otros, ya fuera por estar gordo, por llevar gafas, por ser menos listos que el resto, o empollones, o tener algún defecto físico. No es nuevo, repito, lo que sí ocurre es que ahora, con las redes sociales y con el mundo más pequeño, los insultos llegan más lejos y, de ahí, que tengamos la apariencia de que duelen más, aunque no sea cierta.
              Como buenos españoles que somos, ahora tenemos que buscar a los culpables, que, por supuesto, no somos nosotros. Los padres querrán imputarle la muerte de su hija a los niños maleducados, a los profesores, al director del instituto, al inspector de educación, a la policía y al sursum corda. Jamás, de ello estoy seguro, llegarán a la conclusión que para mí es la más obvia: la culpa es de la niña y de ellos mismos. Sé que es muy duro decir algo así, pero las verdades lo son, independientemente de a quién duelan. La sociedad también es culpable, cómo no, pero no por lo que se cree, sino por permitir que los padres eduquen a los niños de la forma en que lo están haciendo. Si digo que la culpable en primera instancia es la niña, angelito, es porque la decisión de suicidarse fue exclusivamente suya, de nadie más. Por mucho que pensemos que sólo tenía trece años, debemos recordar que es una edad en la que ya podría ser madre y que si la naturaleza lo permite, será por algo. No era infrecuente, en sociedades pasadas, que las niñas de esas edades ya estuvieran casadas e, incluso, que fueran madres. Nuestra sociedad ha retrasado todo lo posible la maduración de los niños y hoy en día podemos considerar que una persona no está completa hasta cerca de los treinta años, cosa que me parece una barbaridad. Recuerdo el caso de Alejandro Magno, que aún no había cumplido los dieciocho años cuando estaba comandando un ala del ejército de su padre en la batalla de Queronea. Hoy en día, con esa edad, no te permiten ni tirar un papelito inútil a la papelera precintada conocida como urna electoral.
              Pero no sólo eso, sino que los padres actuales no saben educar a sus hijos, cosa que ya he dicho en más de una ocasión. Creen que su responsabilidad acaba cuando los traen al mundo, dejando que sean los demás los que les dediquen su tiempo, pues ellos carecen de él. En cambio, para que no se quejen, les dan todo lo quieren, incluso, algunas veces, lo que no quieren. Así, aparte de tener teléfono móvil desde los siete años; un ordenador personal en su propia habitación, sin control supervisado; mando absoluto de los medios de comunicación del hogar, no sólo la televisión, sino también acceso a Internet permanente y cosas por el estilo, les dejamos que, en esa difusa edad de la preadolescencia, sin haberles preparado para ello, vuelvan a casa a horas intempestivas, habiéndose pimplado una botella de vodka o de whiskey.
             De tal forma, y habiendo fracasado de forma absoluta en la educación de sus hijos, los padres los dejan a su aire, careciendo éstos de lo que ya una vez denominé «tolerancia al fracaso», aunque tampoco es que yo sea el primero en decirlo. Pero es así, y lo sabemos por la Historia. Los grandes triunfadores, es decir, militares, letrados, científicos, inventores, etc, de la Historia, lograron sus éxitos en un habitual camino de fracasos. De fracaso en fracaso hacia el éxito final. Raro es el caso de un triunfador desde temprana edad, porque lo que más enseña a alguien es un fracaso, jamás un éxito, excepto para seres con una capacidad de autoanálisis fuera de lo común, que tampoco es que hayan abundado. Así, los niños de hoy en día no saben lo que es que algo les sea negado, y no saben cómo comportarse cuando algo no sale según sus propias previsiones. Y en el caso que nos ocupa, los niños actuales no son capaces de soportar los insultos ajenos. No es que sea de buen gusto tragárselos, pero no te queda otra cuando eres el objetivo de algún desalmado, porque las alternativas son mucho peores.
             Nada de lo que estoy comentando sirve para nada, en un mundo donde las adolescentes de apenas dieciséis años ya comienzan a retocarse las partes que no les gustan en el quirófano, sin dejar tiempo a que la naturaleza haga su trabajo, porque lo más importante no es cómo es uno, sino cómo te ven. La autoestima es un término que ha quedado sólo para los psicólogos, porque en el momento que sólo se ve reforzada por lo que te digan los demás, ya no es «auto». Y en esto, como en lo otro, quien puede resolverlo desde que son unos niños muy pequeños son los padres. Si escurren el bulto y dejan el trabajo para otros profesionales que, por muy bien que lo intenten hacer, nunca lo harán con el cariño y el cuidado que pueden tener los propios progenitores, el fracaso de la educación de esos niños estará más que asegurado.
             Aunque a mí el problema no me toque de cerca, sí formo parte de esta sociedad en la que los adultos del mañana están recibiendo una infraeducación galopante, por lo que serán personas carentes de valores y con más trastornos de los habituales. Miedo me da...

             El Condotiero

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