domingo, 29 de mayo de 2016

¿A la búsqueda de qué?

             Nadie, aún, más allá de los iluminados religiosos, han descubierto el sentido de nuestra existencia y, mucho menos, el destino que nos aguarda al finalizar ésta. Como comprenderán, no es mi pretensión descubrirlo aquí, con esta corta entrada, porque ni yo estoy preparado para hacerlo ni creo que sea el lugar apropiado. Pero siempre es un buen tema de conversación, ahora que estamos ante la trascendencia de unas nuevas elecciones generales y después que el Real Madrid haya conseguido la «undécima».
            ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra?, preguntarán ustedes. Pues nada, pero todo cuando lo que intentamos dilucidar es la trascendencia de las cosas, porque lo trascendente de algo difiere de forma radical según el punto de vista del que lo vea. Es una cuestión marcadamente subjetiva, aunque nosotros pensemos que es algo objetivo. Por ello, personas como Antonio del Castillo se enfadan cuando observan que hay más personas en una manifestación apoyando al Real Betis Balompié que protestando por la injusticia del caso de su malograda hija. Que Antonio del Castillo tenga razón o no en su enfado sólo depende del punto de vista de la persona que exprese su opinión. Pienso que casi todo el mundo estará de acuerdo con él, aunque luego actuemos de diferente forma y nos movilicemos según qué cosas.
            Es chocante darte cuenta que hay personas en el África más subdesarrollada que son tremendamente felices mientras que en el Primer Mundo nos ofuscamos con cualquier nimiedad y el índice de felicidad está por los suelos. Porque si tenemos la Playstation 3 estamos enfadados por no tener la Playstation 4. Hay «expertos» que nos dicen que el ser humano es así, que nunca está contento con lo que tiene y que esa ha sido la base de nuestro incesante avance científico. Yo no estoy del todo de acuerdo, porque esa ambición desmedida quizá sea una característica inherente al hombre blanco, pero no veo que sea así en el resto de las razas. Si estudiamos la historia del Sapiens Sapiens, desde el 100.000 antes de Cristo hasta hoy en día, nos damos cuenta que sólo una pequeña porción de ese tiempo ha tenido ese dogma como credo fundamental del Hombre. Al principio, como no podía ser de otra manera, el ser humano sólo ha pretendido ser como el resto de los animales: sobrevivir un rato más y reproducirse. Ha sido a raíz de la victoria del principio de la desaforada ambición cuando el ser humano se ha separado de los objetivos primordiales de cualquier animal: ahora muchas parejas no desean tener hijos y el índice de suicidios es tremendamente alto.
              El otro día estaba departiendo con un compañero de trabajo, con uno que le gusta jugar a los juegos de conquista y dominación, a los juegos de estrategia, vaya, e iniciamos una conversación sobre lo típico acerca de por qué España desaprovechó la oportunidad que tuvo en los siglos XVI y XVII de dominar a las demás naciones. Siempre se aduce a que el problema radicó en la intransigencia de la religión católica para aceptar nuevos estudios o avances científicos, a diferencia de las religiones cristianas protestantes, que en esa época nacieron y se consolidaron, sin olvidar una profunda decadencia consanguínea de nuestra monarquía, la Casa de Austria. Que sí, que si ustedes quieren el debate se puede hacer eterno, porque habría muchas más razones que sopesar y todas las que ustedes quieran poner sobre la mesa ya las habrán discutido miles de personas antes de ustedes, entre las que me incluyo, porque las discusiones sobre lo futurible o qué habría pasado si son mi fuerte, pero ese no es el tema principal de lo que quiero hablar. Lo que quiero dejar claro es que tanto Felipe II como el más humilde miembro de la tribu de los jíbaros se llevó lo mismo al Más Allá, o sea, nada de nada. Por ello, después de haber discutido miles de horas con mis amigos sobre el tema en cuestión, ahora, con una mentalidad más madura, pienso que la razón más importante por la que España no consiguió dominar el mundo la vemos todos los días en nuestra geografía: las terrazas de los bares.
            Ya se ha dado el golpe en la cabeza, pensarán alguno de ustedes, ¿cómo que está en la terraza de los bares? Pues sí, a los españoles nos gustan las terrazas de los bares, porque nos gusta la buena compañía, al sol, refrescándonos con cerveza fresquita y alguna que otra exquisita tapita. Y eso es lo que no tienen el resto de países del Primer Mundo. Y esa es la razón del porqué hay tantos extranjeros en nuestro país, porque a ver quién es el guapo que se pone a tomar cervecita fresquita en una terraza de Hamburgo, o de Riga, o de Bergen... Y la prueba la tenemos en Cervantes. Quizá otros se fijen en otras cosas del Quijote, pero yo en lo que más me fijo es en la cantidad de platos que Cervantes documenta en su novela, porque al español, de siempre, lo que más le ha gustado es el buen comer y el buen beber, quizá adornado todo con nuestro magnífico clima, que, desde luego, no es algo exportable. El sol lo tienes o no lo tienes, pero no lo puedes robar ni comprar. Y por eso no dominamos el mundo, ¿para qué?, si todo lo que nos gusta lo tenemos aquí. ¿Para qué nos vamos a deslomar trabajando, si lo que queremos está en el bar de abajo por unos pocos euros?
              Esa es la búsqueda que debemos realizar, la de la felicidad. Hay montones de personas que lo tienen todo y no son felices, a la vez que hay otros que lo son con muy poco. Pero para ello hay que haber sido educado en la tolerancia al fracaso. El fracaso o la derrota son muy importantes cuando sabes sacar provecho de ello, cuando aprendes las razones que te han llevado a ello para no volver a repetir dichos errores y, sobre todo, la tolerancia al fracaso te ayuda de forma definitiva a saber que todo tiene solución, menos la muerte. El que se suicida ha perdido toda la fe por su futuro, o no ve que haya solución al problema que tenga más allá de su fin en esta vida. Los padres de hoy en día, ¿educan a sus hijos en la tolerancia al fracaso?, ¿les ayudan en algo dándoles todo lo que quieren? ¿Qué pasará cuando esos niños sean adultos y se den cuenta que no pueden tener todo lo que quieren?
              A mí hay dos frases que me encantan e intento seguir, que son, «de fracaso en fracaso hasta el éxito final», que no sé de quién es, y la de «no te preocupes: si algo tiene solución, se solucionará, y si no lo tiene, no se solucionará, pero no ganas nada preocupándote», que creo que es de Sócrates. Mientras tanto, a vivir, que son dos días, y a intentar ser felices, que es lo único que recordaremos en nuestro último segundo en este mundo, cuando llegue...

                El Condotiero

sábado, 21 de mayo de 2016

El señor «X»

             Xavier Xemprú Xátiva era el nombre que aparecía en sus documentos oficiales, pero señor «X» era como se referían los demás a él. Tantos años hacía de ello que ya se había vuelto costumbre, incluso de esa forma se nombraba a sí mismo cuando autodepartía con su otro yo por mediación del espejo de su enorme cuarto de baño. El señor «X» solía levantarse temprano y ese día no fue una excepción. A diferencia del resto de la humanidad, él no entraba al cuarto de baño como primera opción, para sus abluciones matinales, sino que encendía su portátil, accediendo a las noticias que más le interesaban.
           Esa mañana las noticias de los periódicos digitales no parecían diferir en demasía de las de las últimas semanas, por lo que un gesto de disgusto se dibujó en su cara. En cambio, una sonrisa le iluminó su trabajado rostro cuando un aviso le llevó a la página web de literatura que publicaba un concurso de relatos que debía rondar sobre la palabra «amanecer». El señor «X» tenía todo lo que cualquier mortal podría ambicionar, pero pocos sabían que la escritura era su sueño prohibido. Por sólo un momento se le pasó por la cabeza participar en dicho concurso... era tan fácil... ¿qué sabrían los demás sobre el «amanecer» que él no supiera? ¿Cuántos había visto ya? Quizá demasiados.
          Con esa idea rondándolo, el señor «X» se levantó del sillón de su despacho y se dirigió a su cuarto de baño, donde le esperaba su otro yo al otro lado del espejo. Su otro yo era el tipo más listo que conocía, pero poco podría decirle acerca del amanecer, puesto que jamás había salido de su plateado encierro. Aun así, se intercambiaron la mirada y, sin comunicarse verbalmente, ambos supieron que las acartonadas arrugas de sus rostros decían que los amaneceres habían sido excesivos en número, sobre todo en los últimos tiempos, con el hartazgo permanente de ver su nombre en casi todos los titulares de prensa, con aquello de los malditos papeles del lejano país centroamericano.
       –Señor «X», ¿crees que alguna vez nos dejarán en paz esos malditos olfateadores de carroña?–terminó por decidirse a preguntarse.
         El señor «X» no esperó la respuesta de su otro yo y se dirigió a la ventana de su lujoso apartamento. En ese mismo instante comenzaba a clarear por el este, al horizonte. Era su mejor momento del día, cuando casi todos dormían y él podía disfrutar con esa claridad que se vislumbraba lejana pero que, inexorablemente, iba avanzando hacia él, hasta que le envolvía en su calidez y el gran globo naranja aparecía como surgiendo de las aguas del Mediterráneo. Era su momento y sólo suyo, que nadie habría podido quitarle. ¿Qué sabrían los demás acerca del amanecer? El señor «X» sonrió y miró hacia abajo. A sesenta y cuatro pisos sobre el suelo se le antojaba ser el rey del mundo, puesto que tanto el apartamento que coronaba el hotel bajo sus pies, como el mismo edificio eran de su propiedad, así como varios de los otros rascacielos que estaban a su alrededor, todos pilares que cimentaban su vasto emporio.
           Recordó el estúpido concurso de la palabrita «amanecer» y tuvo un choque de sensaciones. Siempre había anhelado escribir, pero no sólo por el placer de hacerlo, sino sobre todo por la fantasía de poder haberse convertido en uno de aquellos escritores de «best-sellers». Recordaba, incluso, el haber mandado varios manuscritos a editoriales, haría de aquello quizá unos cuarenta años, y aún no había recibido respuesta alguna. Era evidente que serían tan pésimos que habrían acabado en el cubo de basura de algún editor de tercera, puesto que, si los rescatasen, hoy serían publicados. Sin duda. ¿Qué darían las editoriales actuales por publicar sus memorias o alguna otra cosa, ahora que era un personaje que estaba en boca de todos debido a la mierda removida por los casos de corrupción del levante español? Y, mientras, veía cómo Benidorm iba dorándose con el sol oriental que invariablemente acudía a su cita diaria.
          Sí, él lo tenía todo, pero ¿qué no daría por un nuevo amanecer?, ¿qué no daría por un nuevo comienzo? Sí, lo tenía todo, pero ¿para qué?, ¿a quién iba a cedérselo? Estaba solo y no había tenido la suerte de concebir hijos, ¿o había sido otra de las pruebas de su eterno egoísmo? Su esposa, a la que había perdido hacía unos años, sí había querido tener algún bebé al que arrullar, pero él siempre le decía que más adelante, que ahora no era el momento, hasta que el momento pasó. Y si no tenía a nadie a quien dejarle todo lo conseguido en su dilatada vida, ¿qué sentido tenía seguir luchando contra todo y contra todos? ¿Para qué quería un nuevo amanecer? ¿Qué podría hacer él por los demás?, ¿él, que nunca había hecho nada de forma desinteresada?
           Y observando la ya iluminada ciudad a sus pies lo tuvo claro. El señor «X» sí que podía hacer algo por los demás, sí que podía hacer un único y último servicio a aquéllos que en esos momentos se levantaban para acudir a sus precarios puestos de trabajo con los que conseguir un mísero sueldo y sobrevivir un mes más...
           La forense que acudió una hora más tarde al lugar acordonado por la Policía Nacional, al pie del más lujoso de los hoteles de Benidorm, certificó la muerte del anciano estrellado contra las losas de la acera. También guardaron entre los efectos personales del fallecido un documento que lograron arrebatar de sus cerrados dedos, un documento escrito a mano donde declaraba que dejaba todas sus posesiones a los más desfavorecidos de su ciudad. Lo que no certificó en su informe la forense fue que, aunque el cuerpo estaba prácticamente destrozado, una postrera sonrisa iluminaba todo su rostro, como si con ello hubiera vencido a la muerte, o, tal vez, a la vida.

            Enrique A. Cadenas