lunes, 12 de septiembre de 2016

Los días de la Infamia

             El 8 de diciembre de 1941, Franklin D.Roosevelt pronunció un discurso donde anunciaba ante el Congreso, y a todo el país, la situación de guerra en la que se encontraba EE.UU. con el Japón Imperial, después del ataque recibido, sin previo aviso, en la base de Pearl Harbour, el día anterior, al que calificó como «un día para la infamia». Desde entonces, aquel 7 de diciembre es conocido como «el día de la Infamia», tanto para los norteamericanos como para el resto de los occidentales, ya que en Europa somos bastante permeables a los dictados yankees.
             Si repasáramos la historia de EE.UU., observaríamos que aquél no fue su primer «día de la Infamia»: el 15 de febrero de 1898 una enorme explosión sacudía al USS Maine en el puerto de La Habana, hundiéndolo como una plancha, a la vez que se llevaba casi trescientos miembros de su tripulación al fondo. Todos sabemos lo que ocurrió después, que William Randolph Hearst, el magnate de la prensa americana, usó el episodio como acicate a la población estadounidense contra España, a la que humillaban constantemente en sus rotativos diarios, culpándola del accidente ocurrido al malogrado acorazado, siendo una de las excusas por las que finalmente EE.UU. declaró la guerra a España unos meses después, cuyo verdadero objetivo no era, ni mucho menos, apoyar a los rebeldes cubanos, sino hacerse con las últimas colonias de un desvencijado país europeo. Así, en esa guerra no sólo terminamos perdiendo Cuba, sino también Puerto Rico, Filipinas y varias islas del Pacífico, algunas de ellas vendidas con posterioridad a Alemania, al no tener sentido ya para nuestra patética nación. Islas del Pacífico que luego arrebataría Japón a Alemania en el marco de la Primera Guerra Mundial y sobre las que se dejarían la vida montones de jóvenes norteamericanos, después del «segundo día de la Infamia». ¡Lo que son las cosas!
             Ni siquiera los intrigantes gobernantes norteamericanos fueron capaces de planear un evento tan oportuno como la explosión del susodicho acorazado, aunque luego fueron lo suficientemente retorcidos para usar dicha explosión en su propio beneficio, manipulando a la población de su país contra España, país al que por otra parte debían gran cantidad de cosas, entre ellas su independencia.
            La población norteamericana era enormemente proclive al aislacionismo, casi seguro por carecer de unas raíces nacionales profundas y por provenir sus diferentes capas sociales de la inmigración europea. Los inmigrantes eran gente que buscaba nuevas oportunidades y querían desentenderse de los problemas que dejaban atrás, entre ellos los constantes conflictos bélicos que se vivían en Europa. Si algo sacaron en claro los gobernantes estadounidenses, tanto de la guerra hispano-estadounidense como de la Primera Guerra Mundial, es que la población de su país necesita de una clarísimo casus belli para poder dedicar sus esfuerzos a una guerra y para, más importante aún, reelegir al presidente belicista, porque, no lo olvidemos, EE.UU. sigue siendo una democracia.
             Así, Franklin D.Roosevelt y sus allegados, que tenían unas ganas locas de meterle mano a Japón y a la Alemania nazi, esperaron con paciencia infinita la ocasión, mientras iban fastidiando como podían a ambos países: a Alemania, con ingente ayuda militar al Reino Unido, apoyando sus convoyes con navíos de la Marina de EE.UU., navíos que Hitler prohibía a sus «lobos marinos» que fueran torpedeados, y a Japón, cortándole el suministro de petróleo y de otros minerales estratégicos, ahogándolo en su propia pobreza de recursos. No es que el ataque de Pearl Harbour fuera planeado por EE.UU., pero sí que había cierto número de personas que sabían lo que iba a ocurrir, incluso el día y la hora. La propia inteligencia norteamericana llevaba varios meses descifrando los mensajes de la Marina Imperial nipona, por lo que la propia tragedia que se viviría el 7 de diciembre de 1941 podría haber sido evitada. EE.UU. habría entrado en guerra de todas formas, pero si el ataque hubiera sido rechazado, o al menos minimizado, el odio de las bajas capas de población estadounidense no hubiera tenido lugar, y eran esas capas las que ofrecerían sus hijos para ser enrolados en los diversos ejércitos, las que trabajarían en las fábricas de armamento sin descanso y las que comprarían miles de millones de dólares en bonos de guerra. Total, después de todo sólo morirían 3.000 norteamericanos en el ataque a Pearl Harbour... y se destruiría un número bastante irrisorio de buques de guerra obsoletos, ya que, curiosamente, ninguno de sus modernos portaaviones estaba en ese momento en el puerto hawaiano... ¡Qué casualidad!
             Con todo esto, quiero ahora comentar, en el decimoquinto aniversario del 11-S, que no debemos olvidar los casos que he expuesto anteriormente. Como se demostró en la guerra de Vietnam, un país paupérrimo con una población irrisoria, EE.UU. puede vencer en cualquier guerra si su población lo da todo, pero de igual forma puede perder cualquier guerra si no está convencida de su misión salvadora o vengativa. En un mundo donde el principal enemigo, la URSS, se había desvanecido por sí solo, y en el que el petróleo parecía tomar cada vez más importancia, las altas jerarquías norteamericanas debían planear un golpe a partir del cual pudieran aposentar su hegemonía militar y moral. Los halcones que sobrevolaban a Bush, Ramsfield y Rice sobre todo, pergeñaron un ataque a suelo patrio que les daría todas las cartas de la baraja: un casus belli contra quienes ellos quisieran, sólo era cuestión de culpar al que ellos apuntasen con el dedo; el apoyo incondicional de la población norteamericana, necesario, como ya hemos visto, para ganar cualquier guerra; y la oportunidad de dictar nuevas leyes restrictivas con las que controlar de manera más precisa a esa misma población que debía apoyarles.
             Las mentiras del 11-S son tantas y tan increíbles que alucino con que la gente me llame «conspiranoico» mientras sigue viendo el Sálvame. No sé ya si es una cuestión de ceguera o es que quizá sea mejor vivir con la ignorancia, porque corazón que no ve, corazón que no siente.
             Como ya dije en su momento, sólo hay que hacer el doble ejercicio de «a quién beneficia» y el principio de la «navaja de Ockham», para darse cuenta de quién pudo perpetrar el atentado del 11-S. Pero no sólo eso, sino que también hemos sufrido la mayor crisis económica desde el «crack del 29» y también ha venido como un ataque de EE.UU., con la idea de despojar de su bienestar a la clase media y tenerla más agarrada por el cuello. Por último, un ejercicio de ingeniería financiera hizo posible la bajada a los infiernos de Grecia, con lo que se buscaba desestabilizar a la Unión Europea, gran competidora económica de los EE.UU.
             Evidentemente, es mejor pensar que estoy loco y seguir soñando con que los ricos sólo quieren repartir sus ganancias con los más necesitados y que los políticos y los gobiernos de los países occidentales sólo buscan el bienestar de sus electores, trabajando por y para ellos, con una generosidad y un altruismo que nos harían enrojecer. Pensad que eso es precisamente lo que ellos quieren que sintáis y os daréis cuenta que lo único que conseguís cerrando los ojos a la realidad es hacerles el juego. Aunque sólo sea para fastidiarles ese juego suyo, yo denuncio estos hechos, ya que reconozco que poco más puedo hacer.

             El Condotiero

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