Conducía Don Quijote su moto BMW, anticuada pero fiel como ninguna otra, acompañado en el
sidecar por su amigo Sancho, más fiel si cabe, puesto que aun sabiendo de la
locura de su amigo no lo abandonaba en sus continuas cuitas. Conducía Don
Quijote, como iba diciendo, por los agrestes terrenos que bordean Medina Sidonia,
tierra de aromas y de otras delicias, cuando percibió, a lo lejos, lo que
parecía una funesta estampa.
―Mira, amigo Sancho―indicaba el motorista con un dedo
hacia lontananza―, cómo se debate aquel pobre prisionero en manos de un cíclope
gigante. ¡Voto a Cristo que yo, Don Quijote, liberaré a ese pobre desgraciado
de sus penurias!
―¿Por qué hablas así, Alonso?—preguntó Sancho,
acongojado― ¿Otra vez con ésas? Además, eso de ahí no es un cíclope ni nada que
se le parezca, sino un molino eólico, y el prisionero que ves no es otra cosa
que un miembro del personal de mantenimiento, trabajando en altura y asegurado
por cuerdas y arnés.
―Claro, amigo Sancho―sonrió el piloto,
condescendientemente―. Eso es lo que ves, porque eso es lo que el malvado
Perigorte quiere que veas… Pero yo, Don Quijote, conozco sus malas artes y
estoy protegido ante sus hechizos. Distingo a la perfección su ojo central y observa
cómo mueve sus tres brazos para poder cazar al desdichado que intenta escapar
de su captura.
En esto frenó la moto y se bajó al instante,
corriendo hacia una larga estaca que tiempo ha habría servido para sostener alguna
alambrada con la que mantener alejados a los amigos de lo ajeno.
―¿No es una señal, amigo Sancho, que justo cuando la
necesite se me aparezca como por ensalmo la Lanza de Longinos?—mostró la estaca
Alonso a su amigo cuando volvió junto a la BMW,
ante la estupefacción de éste―No estás apresto para aquesta aventura, por lo
que te conmino a que te apees de tu montura y contemples cómo derroto a tan
maléfica criatura.
―Pe… pero… Alonso…―tartamudeaba Sancho, cuya
camaradería para con su amigo chocaba de forma abrupta con su propio instinto
de supervivencia.
―No te lo repetiré de nuevo, Sancho, porque aunque tú
dispongas de tiempo, aquel pobre apaleado está sobrado de mamporros.
Sancho se bajó del sidecar, moviendo su cabeza hacia
los lados, a la vez que su amigo se cerraba el visor de su casco, a modo de
celada, y se colocaba la estaca bajo su axila derecha.
El ambiente se enrareció cuando Alonso dio gas a su
vetusta motocicleta y salió disparado con dirección al molino.
―¡Que no es un gigante! ¡Que es un molino!—pudo
gritar Sancho, aunque no tan fuerte para que su advertencia traspasara el
explosivo estruendo del motor de la BMW.
Sancho, compañero leal pero no loco, corrió en pos de
su amigo, que acortaba las varas que le distaban de su pretendido enemigo a una
velocidad superior a la que debiera, pues montaba una motocicleta que no estaba
preparada para recorrer el campo a través, ni su piloto tampoco. Pudo observar
cómo, de repente, de detrás de una loma aparecía uno de los toros que solían
pacer por aquellos lares. No una vaca ni un toro cualquiera, sino un toro de
los más bravos del país, de aquéllos que una vez al año hacían un largo viaje
hasta Pamplona, precedidos por su cruel fama, ya que pertenecían a la ganadería
de Cebada Gago, propietario también de las tierras que en ese momento hollaban.
Nada pudo hacer Sancho para avisar a su descuidado
amigo, cuya visión periférica quedaba seriamente perjudicada por el casco que
portaba, cual yelmo de caballero. El morlaco, pues de eso se trataba, embistió
el lateral de la motocicleta tal como ésta pasó a su vera, dando al traste con
la alocada carga de su piloto, para después largarse por donde había venido,
con la cabeza bien alta, orgulloso de su fácil victoria.
Cuando Sancho llegó junto a su despatarrado amigo,
vergonzosamente descabalgado de su potente montura y desarmado de su sagrada
lanza, respiró hondo, puesto que Alonso sólo mostraba heridas en su castigado
orgullo, y le escuchó decir:
―¡Vencido por el malvado Perigorte y su afecta
Pasifae! ¿Te has fijado, Sancho, cómo el Minotauro me ha atacado con traición y
alevosía?
―¿Has visto eso, Manolo?—preguntó en ese momento el
trabajador colgado de los cables en lo alto del molino eólico a su compañero,
que acababa de asomarse por la portezuela de la maquinaria.
―¡Hay gente pa
tó, pisha!—contestó el compañero,
con una burlona sonrisa en su cara.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSon mas peligrosas las tierras de Medina que las de La Mancha.
ResponderEliminar¡Dónde va a parar! Aquí, una legión de minotauros de 600 kilos rondan los molinos con intenciones aviesas...
ResponderEliminar