viernes, 18 de diciembre de 2015

Prólogo y primer capítulo de mi novela El Hijo del Halcón-Profecía



Prólogo

La lluvia era pegajosa. Cuánto se parecía a las trombas de agua que caían en las semanas estivales, pero claro, estaban a la mitad del invierno. Aún así, Franz vestía pantalones y blusa ligeros. El chico se preguntaba qué habría pasado en los siglos anteriores a su nacimiento, hacía ahora casi quince años, ya que los últimos veranos se habían ido alargando de forma gadual, hasta dejar al invierno apenas unos cuantos días de vida, como si su existencia testimonial tuviese sentido solo para poder seguir celebrando las fiestas del Solsticio.
Franz Shoóster se dirigía hacia las caballerizas. Debía ensillar uno de los caballos de su señor. Como escudero novel estaba entre sus funciones el tener preparada la montura antes del amanecer. Él no acompañaría al conde en su mañana de trabajo. Nunca lo hacía. Dichoso trabajo aquel de cabalgar y cazar alimañas rodeado de amigos. A Franz le gustaban los caballos pero, como el humilde hijo de zapatero que era, no había tenido oportunidad de conocerlos con anterioridad, solo de lejos. Pero en este último año, su dedicación a ellos era casi completa, aunque lo único que había conseguido montar eran potros de escasa valía. Aún así, todavía seguía soñando que era un gran caballero cuando trotaba sobre uno de ellos durante las prácticas de equitación dentro del castillo.
―Eh, Franz, ¿qué caballo quiere el conde para hoy?—preguntó Willie, el escudero de armas del conde.
―«Nada de caballos, muchacho. Hoy prepárame a Estrella»—contestó Franz, con una voz gutural que no le correspondía y que Willie acompañó con un par de carcajadas.
―Pues si el conde requiere su yegua favorita, dudo que vaya de caza. Además, tampoco me ha ordenado que limpie sus venablos...
―Qué extraño…todo el castillo sabe que hoy sale de caza…
―Tú prepárale a Estrella y cumple sus órdenes; «zapatero a tus zapatos»—terminó diciendo Willie, no sin sorna.
Franz no puso mala cara. Estaba acostumbrado a la chanza desde hacía casi un año. Justo desde aquel feliz día en el que había sido enviado al castillo del conde por mandato del alguacil del pueblo. Un feliz día que contrastaba con el aciago día, una semana antes, en el cual sus padres habían muerto debido al incendio fortuito de su casa-taller. Sus dudas sobre qué sería de él, habiéndose quedado sin familia y sin hogar, se habían desvanecido cuando el conde en persona le acogió y le dio la oportunidad de servirle como escudero, aunque ni tenía ascendientes nobles, que él supiera, ni mostraba grandes aptitudes guerreras ni tampoco el conde era conocido por ser un piadoso creyente.
En realidad, no era el mejor escudero del reino, ni siquiera del castillo, pero sí era curioso y poseía una gran retentiva. La vida como escudero le llenaba más que la anterior vida de forzoso aprendiz de zapatero, de la cual solo echaba de menos el amor de sus padres. Debía acostumbrarse. Aquella vida ya no volvería.
Decidió, puesto que no tenía nada mejor que hacer, ensillar a Chusco, el potro más tranquilo de las caballerizas, y escapar unas horas del castillo, con la excusa de que necesitaba entrenar un poco más el arte de la monta, excusa que, por otro lado, no estaba exenta de veracidad.
No sabía las palabras adecuadas para poder explicar la sensación de libertad que lo envolvía en las pocas ocasiones en que había tenido oportunidad de salir a montar fuera del castillo. Tampoco es que pretendiese hacerlo. Solo era algo que quería guardar para sí, desconociendo que, quizá, esa misma sensación la estuvieran experimentando cientos de escuderos noveles por toda Astiria. Cabalgaba por los extensos prados que rodeaban la colina sobre la que se asentaba el castillo condal, prados verdes henchidos de agua de la lluvia matinal que, aunque ahora extinta, se evaporaba debido al incipiente sol invernal de esta insólita época. Creía que no tenía un camino predefinido, que su único deseo era evocar de nuevo los sentimientos que le producían el jugar a que no era un muchacho de apenas ocho palmos de altura, sino un poderoso caballero de al menos diez, aunque en el fondo de su privilegiado cerebro supiese que no era cierto.
Quizá fuera el azar, o el destino, o una rara concatenación de ambos el que hiciera que se fijara en que, muy por delante de él, aparecía la figura de un jinete sobre una magnífica yegua blanca. No es que fuera capaz de distinguir desde tal distancia si era un caballo o una yegua, pero no hacía ni una hora que había palmeado el poderoso cuello de Estrella antes de ensillarla para el conde.
Sin meditarlo en profundidad, tomó la resolución de seguir a su señor procurando pasar inadvertido, más como un juego para su preparación como futuro combatiente que con una intención inconfensable de huroneo.
Al cabo de lo que podría creer que serían unos quince minutos, Franz observó desde la distancia que su señor iba camino del bosque Dúnkel, extraño lugar escogido para cazar, aunque, claro, el conde no iba ataviado para la caza, ni montado en uno de sus corceles de caza, ni armado con alguna de sus muchas azagayas de caza, ni siquiera, y eso era lo más raro, acompañado de su inseparable cortejo de caza. Acaso esa inconfesable intención de huroneo sí que empezaba a hacer mella en su ánimo, por lo que, con un naciente hormigueo que comenzó a subirle desde la parte baja de la espalda, determinó acabar lo que había comenzado y apremió a Chusco para que tomara la misma dirección, aunque manteniendo un razonable intervalo entre ellos, para intentar pasar lo más desapercibido posible.
Al rato, el conde desmontó y entró en el bosque con su yegua de la brida, cosa que no extrañó a Franz, ya que no vio ningún sendero por el que se pudiera entrar montado hacia la espesura que se adivinaba. Lo que sí le pareció curioso fue que el conde se introdujera en el bosque. Él no sabía qué se podía hacer en un bosque si no era cazar.
El chico estaba inquieto, pues nunca había puesto pie en el bosque Dúnkel, del que las leyendas que se contaban a la luz de las hogueras nocturnas decían que había estado habitado por duendes o gnomos, seres depositarios de un saber ancestral ahora desaparecido. Y ya se sabe, se teme más a lo desconocido que al peligro cierto.
Franz decidió entrar por el bosque desde un punto distinto al iniciado por su señor, con idea de atar a Chusco en una rama de alguno de los árboles del lindero del bosque, pero bien escondido para que no se pudiera ver desde fuera de aquel. Tardó más de lo normal en anudar las riendas a una rama que creyó adecuada para tal propósito, porque parecía que sus dedos habían decidido independizarse del resto de su cuerpo y no le hacían caso, o más bien era todo su cuerpo el que se rebelaba ante la estúpida aventura que capitaneaba su mente. Arrancó algunas hojas de una rama del abedul al que había atado a Chusco y, sin caer en la cuenta de lo singular de su existencia en esa época del año, las estrujó y se las acercó a su nariz, brotando una fragancia de efectos terapéuticos que tranquilizaron sus nerviosas extremidades para, acto seguido, cortar en diagonal hacia el posible camino tomado por su señor. Por fin iba a tener una oportunidad de poder probar sobre el terreno su habilidad en el juego de esconder, el cual practicaba con asiduidad con sus compañeros en el castillo, en el que, si bien no era el más fuerte, sí tenía fama de merodeador.
Un ruido proveniente de más adentro hizo que sus pies se detuvieran y vislumbró entre los árboles unas conocidas grupas blancas que seguían adentrándose por la espesura. Franz siguió al conde hasta que este paró y ató las riendas de su yegua a un tronco muerto, para, sin perder más tiempo, continuar andando hacia el interior del bosque.
Sorprendido por el inusual comportamiento de su señor, Franz siguió un camino paralelo, tratando de evitar que Estrella pudiera delatarlo al pasar por su lado, con algún inoportuno relincho, hasta que distinguió un poco más adelante lo que parecía un claro en este desconocido bosque. Siguió un poco más y se escondió detrás de unos arbustos entre dos grandes robles, los cuales le permitían una magnífica vista del claro sin, creía él, la posibilidad de ser descubierto.
Jamás había visto a alguien con el pelo color rojo fuego, aparte de a sí mismo, y nunca en una melena tan larga como la que lucía la alta y estilizada mujer que estaba de pie junto a su señor, con su piel nacarada que pareciese que jamás un rayo de sol había tocado su cuerpo, pero a la vez de una belleza inusual. Su larga túnica negra con capucha, ahora bajada, tampoco era un ropaje habitual.
Pudiera ser que ambos ya se conocieran de antes, puesto que la conversación que mantenían parecía una discusión, sobre todo por los gestos de sus manos al hablar, ya que desde la distancia era incapaz de distinguir sus voces. En un momento dado, la mujer se abalanzó sobre el conde y lo besó, de forma que, a partir de ese instante, tomó el control de la situación, llevando al hombre pegado a su boca casi a rastras, como si fuera un muñeco de trapo, hasta una roca rectangular casi perfecta situada en el centro del claro, la cual parecía fuera de lugar. Los ojos de Franz fueron atraídos hacia los laterales de ese extraño cubo rectangular de piedra, antiquísimo, recubierto de unos misteriosos e indescifrables símbolos. Alguien, hacía mucho tiempo, había invertido gran cantidad de trabajo en tallarlos, para yacer ahora abandonados, allí, en ese intransitado bosque.
La mujer tumbó al hombre sobre el cubo de piedra, sin dejar de besarlo, y acto seguido se subió a horcajadas sobre él y se remangó la túnica, por lo que Franz pudo observar sus largas piernas blancas, en contraste con la túnica negra. La desconocida de larga cabellera roja, mientras besaba al conde, metió su mano dentro de su alta bota derecha y, en un único y fugaz movimiento, extrajo un largo estilete y le atravesó el corazón.

1

Triste efeméride

4—7—3327 d.W.

Wolff estaba casi borracho. Pero ya no podría estarlo más, puesto que se había quedado sin un solo cobre para comprar otra jarra de eso que llamaban vino, que aunque de sabor nauseabundo, le servía para alejar sus fantasmas.
No era un día cualquiera: hoy hacía quince años que su amigo Fréinhard había muerto de forma poco natural. Que Fréinhard fuera el último rey de la Casa Goett y que muriera sin descendencia podría ser algo importante para los demás, algo de todas formas ya olvidado, pero para él era su rey, su amigo, su protegido y su protector, pues se habían criado juntos desde que nacieron. Fréinhard había sido el príncipe heredero del reino de Míttig. Él, en cambio, era el hijo de la comadrona del Palacio Real, la que atendió a la reina tan embarazada que, apenas tres horas después de ayudar al alumbramiento del heredero, trajo a Wolff al mundo. Llegó como avisando que jamás abandonaría al príncipe.
Esa promesa alumbrada pero nunca pronunciada no se cumplió y desde entonces estaba acabando con él sorbo a sorbo, al menos en días como aquel, de aniversarios y recuerdos.
Entremezclaba estos pensamientos recurrentes con los nuevos acerca de la solitaria taberna, algo desvencijada, en la que se había refugiado para conmemorar tan infeliz efeméride. La única del pueblo. Del pueblo de…No se acordaba, qué más da, reflexionó, uno más de los que se desparraman por este inmenso valle denominado Míttig. Nunca había salido de él, o eso creía recordar, aunque tampoco sabría asegurar por qué. ¿Qué buscaba? Fue nombrado caballero a la edad de catorce años. Los ahorros de toda la vida de su padre, el cirujano, le ayudaron a comprar su primera armadura y su corcel de guerra, aunque mayor fue la ayuda de su amigo Fréinhard, el heredero de la Corona. Pero fracasó en su misión más importante: defender la vida de su príncipe, ya convertido en rey, o de su amigo, o de ambas cosas. Desde entonces andaba errante, sin misión reconocida, con retales herrumbrosos de armadura y caballo viejo, alquilando su espada de vez en cuando para poder guardarse unas míseras monedas y partir hacia otro lugar, y vuelta a empezar.
―Hola, Megg—gritó un hombre que acababa de entrar en la taberna—¿Te has enterado que ha muerto el conde?
―¿Cuándo?—preguntó la tabernera, sorprendida.
―No sé. Hoy…o ayer, pero lo han encontrado esta mañana muerto del todo...
―¿Qué conde?—preguntó Wolff, despertado de sus ensoñaciones.
―¡Qué conde va a ser! Pues el conde de Zárich, ¿no?—respondió Megg.
―Sí, claro—dijo a su vez el visitante, mirando a Wolff, y, volviéndose de nuevo hacia la tabernera, prosiguió—. Lo han encontrado en el bosque, el bosque Dúnkel. Por lo que he podido enterarme, un escudero encontró esta mañana el caballo del conde atado en el lindero del bosque y lo llevó al castillo, desde donde partió un destacamento de búsqueda que a media mañana logró dar con su cadáver en medio del bosque.
―¿Y cómo murió? ¿Algún accidente?
―No sé más. Todo es muy misterioso. A mí me lo han dicho a modo de confidencia—dijo el visitante, dándose importancia, mientras miraba de soslayo al que parecía ser un caballero venido a menos.
―¿Dónde vamos a ir a parar? Bueno, ahora el joven señorito Garn será el nuevo conde. Espero que nos baje los impuestos.
―Ja, ja, ja—rieron al unísono la tabernera y el visitante.
Wolff decidió que debía darle una oportunidad a ese lugar. Un cambio de conde, sobre todo si el nuevo era joven, era una buena ocasión para pasar unas semanas en un castillo, pues solía ocurrir que el nuevo conde quisiera rodearse de caras nuevas, gente que no juzgase sus actos en comparación con los del anterior. El problema radicaba en que su porte no era el adecuado para presentarse ante nadie y tampoco es que pudiera hacer nada al respecto. Aunque…
―Estimada señora…—se dirigió Wolff a la tabernera con la mejor de sus sonrisas, una vez que el visitante había abandonado la taberna, sin tomar nada, por lo que suponía que la taberna habría sido una de sus muchas estaciones de cotilleo de esa noche—¿Hay algún herrero en el pueblo?...Herrero armero, quiero decir…
―Sí… Bálmuth. Sobre todo es herrador de caballos y trabaja aperos del campo, pero hace muchos años fue soldado, por lo que sabe hacer cuchillos e incluso una vez regaló una espada al conde. Hecha por él mismo, ¿sabe?
―Supongo que es tarde para ir a visitarlo…¿Sería usted tan amable de permitirme dormir en el establo esta noche?—y ante la mirada de suspicacia que le lanzó la tabernera, Wolff continuó—Señora, soy un caballero sin fortuna, pero honrado como el que más. Le juro por Wórldrig, quien todo lo ve, que no albergo intenciones aviesas—manifestó, cerrando su puño derecho sobre el corazón.
La tabernera meditó unos segundos, mientras observaba con experimentados ojos la figura del solitario caballero: era alto, más de lo normal, y parecía fuerte, aunque no de esos cuya musculatura sobresaliese de sus ropas, pobres en este caso y que evidenciaban una ajetreada vida. Sus ojos eran negros, profundos, pero sinceros. Y su barba, corta, aunque descuidada. Su cabello oscuro, con algunas hebras grises, pedía a gritos el concurso de un barbero.
―Época extraña es esta, en la que el invierno es verano, los condes mueren solos en medio de un bosque y los caballeros piden favores con amabilidad…Solo por esta noche y, como vos decís, ¡que Wórldrig esté vigilante!—sentenció Megg.
Era cierto. Los caballeros suelen creer que tienen más derecho que el resto, solo por llevar calzadas unas espuelas de oro, ¿o sería por lucir una espada al cinto? Pero Wolff había aprendido, después de tantos años de vagabundeo, que una palabra amable a veces tenía más fuerza que la mejor de las espadas y, si estas se tasaban por el número de sus muescas, la suya sería la mejor del reino, ya que hacía demasiado tiempo que no la afilaba como un buen acero merece. Además, él no poseía espuelas de oro. Las había vendido hacía ya tantos años que casi no recordaba el haberlas poseído.
Al alba, después de dar de comer a Hálsigg, su vetusto caballo, Wolff se dirigió de nuevo a la taberna para agradecer a Megg su hospitalidad y despedirse de ella, aprovechando la ocasión para preguntarle cuál era la casa del herrero. Una vez satisfecha su curiosidad, se dirigió calle abajo. Aprovechó la luz de la mañana para echar un vistazo al pueblo, ya que cuando llegó el día anterior era de noche y, aunque era evidente que el pueblo era la típica agrupación de casas de campesinos alrededor del camino, no pudo estudiar el número de construcciones y su ubicación exacta, como solía hacer cada vez que llegaba a un nuevo lugar. Vicio de profesión: posible pendiente, campos y bosques cercanos, fuente de agua y, sobre todo, mejor dirección de rápida fuga.
Megg le había dirigido calle abajo. Solo existía esa posibilidad, además de la de calle arriba. No tendría más de cincuenta casas, aunque no más de treinta parecían formar el núcleo del pueblo. Mientras calculaba esas cifras, a la quinta casa calle abajo se topó con una cuya parte baja tenía todas las cualidades para ser una herrería, incluyendo al fornido hombre, vestido solo con unos pantalones y un mandil, que golpeaba una barra de hierro con un martillo de cabeza cuadrada. Se paró un momento mientras estudiaba la situación: nada de armas colgadas, ni partes de armadura y lo que era peor, lo que seguro era su casa en la planta superior, expuesta a cualquier chispa volátil desde la forja. Decepción. Sí, esa era la sensación, pero Megg ya le había avisado y ya debía suponer que no podía esperar encontrar, en medio de este poblacho, un armero de calidad, como los de Héisserl. Héisserl, cómo la echaba de menos. La capital del reino de Míttig. Se veía con dieciséis o diecisiete años menos, junto a Fréinhard, vestidos los dos con sus peores ropas para poder escaparse del Palacio Real y jugar a que eran solo dos amigos normales con ganas de conocer mundo y realizar alguna que otra travesura. Wólmagg, el armero tuerto de la calle de los Yunques, persiguiéndoles a través del mercado después que, en un descuido de este, ellos echaran bostas de caballo dentro de la crepitante forja. Una amarga sonrisa se le dibujó en su curtido y poblado rostro.
―Buenos días. ¿Es usted Bálmuth, verdad?—preguntó Wolff.
―Sí, señor. Buenos días tenga usted. ¿Qué se le ofrece?—dijo el herrero, con el martillo detenido sobre su cabeza, entre golpe y golpe, y estudiando al desconocido que llevaba en una mano las riendas de su caballo.
―Soy thore Wolff, un caballero errante que desea presentarle sus respetos al conde de Zárich y necesito la ayuda de un buen herrero y Megg me ha recomendado que le visite—aduló Wolff.
―Pues llega usted tarde a lo que parece, thore. Anoche me dieron la noticia de su muerte…
―Al nuevo conde me refiero, una vez que sea nombrado, claro.
―¡Pues sí que corren rápido las noticias! Creo que fue ayer por la mañana cuando fue hallado muerto y yo me enteré poco antes de acostarme—el herrero se quedó mirando a Wolff—¿Venís de Zamblia, thore?
―No. Anoche estaba en la taberna y allí escuché lo de su muerte. Estoy en el pueblo de paso, pero aprovecharía la oportunidad para conocer al nuevo conde y ahí es donde necesito su ayuda. Tengo una armadura muy usada y no está completa, pero solo necesitaría que me prestase el tonel para desherrumbrar la cota.
―¿Y el peto?
―Aceite tengo y paños y cepillos también, solo el tonel.
―¿No quiere que se la apañe yo, thore?
―Verá, Bálmuth…Tengo la bolsa vacía y no puedo pagarle por tu trabajo, pero si fuera tan amable de prestarme el tonel y un martillo para quitarle un par de abolladuras al peto, podría presentarme ante el nuevo conde con un mejor aspecto y, quizá así, podría conseguir un puesto en su castillo y después le recompensaría de forma adecuada.
―Hjumm…ya veo—pensaba el herrero mientras con una mano se frotaba la barbilla y con la otra sostenía el martillo.
―No tenéis nada que perder, Bálmuth. Yo haré todo el trabajo y si no consigo nada no me volveréis a ver, pero si consigo un puesto con el nuevo conde, volveré y os pagaré como si el trabajo lo hubierais realizado vos—negoció Wolff, acostumbrado a esos pobres menesteres.
―¡Por Wórldrig que me gusta ese trato!—sonrió el herrero—Podéis dejar el caballo atrás, junto con el resto de vuestras pertenencias, si lo deseáis.
Durante todo el día Wolff estuvo adecentando el peto, los quijotes y las grebas, ya que eran las únicas partes de armadura rígida que le quedaban, porque ir de caballero errante con armadura completa suponía una agonía, tanto para él como para el caballo. Además de resultar caro. De hecho, no solía usar ni los quijotes ni las grebas, pero pensaba que era mejor conservarlos. Lo peor fue hacer rodar el tonel de arena en el que había introducido la cota de malla. Esta hacía ya mucho tiempo que no la cuidaba como debía y requería más trabajo de la cuenta. Por fortuna, el herrero se apiadó de él y, cuando se fijó en que chorreaba mares de sudor, se acercó a echarle una mano y entre los dos acabaron más rápido. Incluso le invitó a una jarra de cerveza fría dentro de la casa una vez que hubieron terminado.
Cumplido su objetivo, Wolff se dirigió al pozo del poblado para poder refrescarse y limpiarse el sudor y se percató de que era demasiado tarde para acercarse al castillo, por lo que dio las gracias al herrero y se dirigió de nuevo a la taberna. Megg lo saludó al entrar y le dio permiso para pasar otra noche en el establo. Aunque aún no había anochecido, se dirigió hacia allí, pues no tenía una sola moneda que gastar en bebida o comida y no quería abusar de la hospitalidad de la tabernera.
Con todos los músculos de su cuerpo doloridos, cayó rendido sobre la paja del establo, no muy fresca, la verdad. Aún así, no conseguía conciliar el sueño. Llevaría una media hora o más allí tumbado cuando oyó unos ruidos diferentes a los que hasta ahora había estado escuchando, que eran los de su estómago protestando por la falta de alimento. Parecían voces provenientes de la taberna, por lo que se levantó y se ciñó su espada mientras se dirigía hacia allí, con la intención de ayudar a Megg si esta se encontraba en apuros. Cuando entró se topó con que varias mesas estaban ocupadas. Al menos había doce personas, por lo visto lugareños. Todos se le quedaron mirando, detenida la conversación que mantenían. No se extrañaron demasiado de su presencia, por lo que la noticia acerca de que un caballero había estado trabajando con Bálmuth el herrero ya se habría difundido por el pequeño pueblo.
La conversación prosiguió y, por lo que hablaban, no era él el protagonista, sino la inesperada muerte del conde, que era el señor de todos ellos. Se dirigió a un rincón de la sala y se sentó allí mientras escuchaba. Tuvo que hacer un buen ejercicio de limpieza de lo que iban comentando, puesto que había más elucubraciones que noticias ciertas. Era evidente que no sabían demasiado. Además de lo que había escuchado allí mismo en la noche anterior, solo sacó en claro que el joven escudero que había encontrado la yegua, que no un caballo, se llamaba Franz Shoóster y era originario de este pueblo.
―Siempre dije que ese chico atraía los problemas—dijo un hombre barbicano y de piel curtida que, por sus manos, se trataba con toda probabilidad de un campesino.
―Sí, siempre lo dijiste, Córner, pero recuerda que el chico solo encontró abandonada la yegua—contestó Megg—. Es más, si el chico no la hubiera encontrado, todos se estarían volviendo locos buscando todavía al conde.
―Pero ej verdá que er niño tié marfario, Megg. Primero lo de su kely y ahora ejto…Yo no marrimaré a él, por ji laj moscaj—sentenció un grandullón sentado al lado del que había hablado antes de él, mientras colocaba el pulgar y el índice de la mano derecha en forma de pico y se los besaba. Varios de los hombres de alrededor gruñeron y asintieron con la cabeza sus palabras.
―La verdad es que era un buen chico. A mí me ayudó en más de una ocasión y nunca pedía nada a cambio—intervino un hombre muy mayor que podría ser el más viejo del pueblo.
―¿Veis? A mí también me cambiaba de vez en cuando la paja del establo y desde que se ha ido él, lo tengo que hacer yo sola.
―Nadie ejtá diciendo que er chavea sea malo ni ná por el ejtilo, pero raro jí que ej, por lo menos eje pelo rojo que tié—dijo de nuevo el grandullón.
―Y esos ojos violeta, que parecía que traspasaba con ellos—apostilló Córner. Wolf se quedó en esos momentos sin respiración.
―Sí, sí. Ese pelo color fuego fue el que atrajo al fuego a su casa, matando a sus padres mientras él se salvaba—decía otro, con la jarra en la mano mientras negaba con la cabeza.
―Entonces…el chico que encontró la yegua del conde, ¿vive en este pueblo?—preguntó Wolff, hablando por primera vez. El resto de la concurrencia se volvió hacia él con ojos curiosos.
―No. El chico era de este pueblo y vivía aquí hasta que hubo un incendio que acabó con su casa y la vida de sus padres—le informó Megg.
―Pero…¿nació aquí?—le preguntó de nuevo Wolff.
―Sí, creo que sí.
―No—respondió el anciano con rotundidad—. Recuerdo que cuando sus padres se instalaron en el pueblo venían con la criatura en brazos. Una buena mata de pelo rojo, aunque no creo que tuviera ni veintiséis semanas. Y unos enormes ojos violetas que lo miraban todo. Lo recuerdo perfectamente porque mi Wunilda, que Wórldrig la tenga a su vera, mantuvo al chico entre sus brazos y me lo comentó cuando volvió a casa.
―¿Dónde vive ahora? Con sus familiares de otro pueblo, ¿no?—volvió a preguntar Wolff, cuyos dedos parecían bailar una giga sobre sus muslos.
―No, el chico no tenía más familia. Así que se quedó huérfano—observó Córner—. Y eso es lo más raro de todo. El incendio, que fue hace cosa de un año, dejó al muchacho sin nada y sin nadie, y no es que la gente de este pueblo seamos malos, señor, pero entre lo del pelo rojo y la mala suerte del incendio, nadie quiso acogerlo. Ya sabe usted, al mal agüero es mejor mantenerlo alejado. Bueno, pues eso, que el conde llegó y se lo llevó al castillo. Ahora está muerto—afirmó, echando una mirada de reojo a la tabernera.
―¡No digas sandeces!—subió el tono Megg, para dirigirse a continuación a Wolff—Yo lo acogí aquí en la taberna, al menos por unos días. ¿Qué iba a hacer? Un chico de unos catorce años que había sufrido semejante desgracia y que siempre había sido muy amable conmigo. El caso es que Franz estaba muy triste y yo no sabía qué iba a pasar con él y estuvo aquí en la taberna casi una semana. Yo casi me había hecho a la idea de que se quedaría a vivir conmigo y me ayudaría con el negocio, ya que Wórldrig se llevó a mi marido muy joven y no me dio ningún hijo para poder recordarle. Total, que había pasado casi una semana cuando llegó el alguacil de la comarca y le dijo a Franz que recogiera sus pertenencias, que lo llevaba al castillo del conde, donde este le iba a procurar un puesto de escudero, creo recordar. Yo me sorprendí, la verdad, ¿cómo era posible que el conde supiera de la existencia de Franz? Es verdad que su padre era buen zapatero y había fabricado varios pares de botas para el conde, pero de ahí a quedarse con él hay un trecho. También pensé que el conde pudo enterarse por el alguacil de la desgracia de la familia Shoóster y se apiadó del chico.
―Claro, claro, seguro que fue eso lo que ocurrió—comentó Córner, con una gran sonrisa en su boca.
―Pues no sé si fue eso lo que pasó, pero lo que sí sé es que el conde lo acogió en su castillo y desde entonces le ha dado de comer, que es bastante más de lo que hizo cualquiera de vosotros por él—replicó Megg, con claros síntomas de enfado.
―Y ahora él está muerto y nosotros vivos—respondió Córner, con un gesto de triunfo en su cara, mientras en el resto de la sala reían y asentían, como si el comentario le hubiera hecho vencedor de un concurso de dialéctica, y prosiguió, levantando sus manos—y a saber si él solo encontró al conde muerto o lo mató y después dijo que lo encontró…como lo de la casa, que fue el único que se salvó del incendio…
―¡Córner! ¡A tu casa ya!—gritó Megg—Tu mujer tiene que estar esperándote, si todavía te aguanta. Y no vuelvas a lanzar infundios. El chico no encontró el cadáver del conde, solo encontró a su caballo o su yegua o lo que sea que fuera y si hubieras vivido con él, como hice yo después del incendio de su casa, te habrías dado cuenta que el muchacho estaba destrozado por la pérdida de su familia. Además, siempre fue un chico dulce y simpático, incapaz de hacer daño a una mosca. La verdad, no sé por qué se lo llevó el conde para aprender a ser escudero. Franz nunca será caballero, ni por cuerpo ni por pensamiento.
La taberna se fue despejando. Los parroquianos iban saliendo mientras comentaban lo allí escuchado, hasta que, pasados unos minutos, Wolff se quedó a solas con la tabernera. La miró por unos instantes y ella a él, con los brazos en jarra, como pensando «atrévete a decir algo en contra, que tengo de sobra para todos».
―Sé que no soy el más adecuado para decirte esto, pero gracias—dijo Wolff, bajando el tono.
―¿Gracias por qué?—preguntó una Megg más tranquila pero algo confusa.
―Pues porque aunque no conozco a ese chico ni es algo que vaya conmigo, creo que nadie te ha agradecido nunca lo que hiciste por él, observando el comportamiento de tus vecinos, por lo tanto lo hago yo, un desconocido: gracias.
―No hay de qué—contestó una sonriente Megg que, de pronto, miró al pobre caballero con otros ojos y después de pensar un momento, continuó—¿Queréis pasar esta noche arriba? El establo no creo que sea muy cómodo…
―Os lo agradezco Megg, pero no, no me malinterpretéis—contestó Wolff mientras estudiaba la figura de la tabernera de otra manera: si bien sus mejores años habían ya pasado, estaba lozana y debía estar muy mullida, además, su misión era otra—. Solo deseo poder descansar esta noche para dirigirme mañana al castillo. Si queréis, podéis darme algún mensaje para el chico, en caso de que lo vea por allí.
―De acuerdo…Pero quedaos un rato más. Supongo que no habréis comido nada en todo el día. Os traeré un cuenco del puchero y una jarra de cerveza, y lo mismo para mí; mientras cenamos, me podéis contar algo de vos.
A la primera luz de la mañana, que entraba por el vano sin puerta del pequeño establo de la tabernera, se despertó Wolff, arrepentido de no haber aceptado la propuesta de Megg. Había estado lloviendo por la noche y el techo necesitaba una reparación de urgencia, por si había otros caballeros errantes y con telarañas en sus bolsas que solicitasen pasar la noche en el establo. Al menos no hacía frío, teniendo en cuenta que estaban a mitad del invierno.
No quiso despedirse de Megg. En el «Buenas noches» de la noche anterior ya estaba implícita su despedida, por lo que ensilló a Hálsigg, su viejo caballo, salió del pueblo y se dirigió hacia el oeste. El castillo se encontraba a una media hora a uña de caballo, así que decidió dar algo de ejercicio a su montura y, sin encontrarse a nadie por el camino a esas tempranas horas, antes de darse cuenta ya lo tenía a la vista. Sobre la colina, no muy alta, se extendía la mole, que carecía de foso. Sería por ello que para más seguridad habían construido una barbacana en tiempos más recientes, por lo que todavía se podía distinguir un color diferente de su piedra con respecto a la de las murallas o torreones. Suficiente para sentirse seguro en la noche, mas no para resistir un asalto empecinado por parte de un ejército grande, ni siquiera mediano. Tampoco es que estuviesen en guerra, ni que hubiera una en ciernes, al menos que él supiera, aunque era cierto que los reinos sureños de Klyne, Hápstur y Árland llevaban combatiéndose más de diez años, aunque su guerra no había afectado en nada al reino de Míttig. Por ahora.
Había tres guardias en la puerta, con los colores del conde: verde y marrón. Estaban conversando con un campesino que estaba sentado en el pescante de un carromato que, por lo que parecía, llevaba sus productos al castillo. Cuando ya se acercaba, los guardias dejaron pasar al carromato y se despedían entre risas, sosteniendo unas gordas manzanas en su mano libre. Siguió hacia la puerta y dos de los soldados soltaron, entre maldiciones, sus manzanas para agarrar las lanzas con ambas manos y cruzarlas delante de Hálsigg, por lo que tuvo que refrenarlo. Observó al tercero de los guardias, algo más mayor que los otros, con una larga barba castaña, al igual que su pelo, que levantaba su mano y le daba el alto.
―Que Wórldrig os guarde, sargento—arriesgó Wolff.
―¿Quién sois y qué deseáis?
―Soy thore Wolff y vengo con intención de despedir a vuestro señor, al que tuve el honor de poder llamarlo amigo—no era del todo cierto, si bien lo había conocido hacía muchos años, cuando vivía en el Palacio Real, siendo él aún un adolescente y el conde un joven primogénito arrogante y engreído.
―Es muy pronto todavía. Antes de ayer encontramos su cadáver en el bosque, por lo que su homenaje no tendrá lugar hasta pasado mañana. ¿Cómo os habéis enterado tan pronto de la noticia, thore?—preguntó el supuesto sargento, mientras los otros dos soldados relajaban su postura y recogían las manzanas del suelo, frotándolas contra sus calzas, para limpiarlas.
―Estaba de paso y me hospedaba en la taberna de Megg, en el pueblo. Allí me enteré de la noticia, por lo que decidí aprovechar la circunstancia antes de continuar mi camino y hacerle un último servicio al conde, a la vez que le ofrezco mi ayuda a su hijo que, si no recuerdo mal, se llamaba Garn, ¿cierto?—explicó Wolff, aprovechándose de la conversación escuchada dos noches atrás.
―Por lo que parece sí lo conocíais…Bien—terminó diciendo, a la vez que se rascaba el mentón barbado—, dirigíos hacia los establos, thore, donde podréis dejar el caballo y luego presentaos en la torre del Homenaje y preguntad por el castellano, thore Ármich—mientras le señalaba con el índice de su mano derecha ambos lugares, para después hacerse a un lado.
Wolff acicateó su montura y, después de inclinar su cabeza al sargento, agradeciéndole así su confianza, se dirigió a los establos. Desmontó a sus puertas, ante las que se encontraba lo que parecía ser uno de los mozos de cuadras, al que dejó las riendas de Hálsigg. Lo acompañó hasta la cuadra asignada a su caballo, porque tenía por costumbre tranquilizarlo él mismo a su llegada a un lugar desconocido, y vio a un chico que almohazaba a una preciosa yegua blanca y su pelo…su pelo era rojo como el fuego. Paró sus pasos mientras lo observaba trabajar y en ese momento el chico se volvió y le miró sonriente con unos enormes ojos color violeta. El corazón pareció dejar de latirle una eternidad. Después de quince años errante, sin saber si aún seguía vivo, por fin su búsqueda había concluido.

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