Prólogo
La lluvia era pegajosa. Cuánto se
parecía a las trombas de agua que caían en las semanas estivales, pero claro,
estaban a la mitad del invierno. Aún así, Franz vestía pantalones y blusa
ligeros. El chico se preguntaba qué habría pasado en los siglos anteriores a su
nacimiento, hacía ahora casi quince años, ya que los últimos veranos se habían
ido alargando de forma gadual, hasta dejar al invierno apenas unos cuantos días
de vida, como si su existencia testimonial tuviese sentido solo para poder
seguir celebrando las fiestas del Solsticio.
Franz Shoóster se dirigía hacia las
caballerizas. Debía ensillar uno de los caballos de su señor. Como escudero
novel estaba entre sus funciones el tener preparada la montura antes del
amanecer. Él no acompañaría al conde en su mañana de trabajo. Nunca lo hacía.
Dichoso trabajo aquel de cabalgar y cazar alimañas rodeado de amigos. A Franz
le gustaban los caballos pero, como el humilde hijo de zapatero que era, no
había tenido oportunidad de conocerlos con anterioridad, solo de lejos. Pero en
este último año, su dedicación a ellos era casi completa, aunque lo único que
había conseguido montar eran potros de escasa valía. Aún así, todavía seguía
soñando que era un gran caballero cuando trotaba sobre uno de ellos durante las
prácticas de equitación dentro del castillo.
―Eh, Franz, ¿qué caballo quiere el
conde para hoy?—preguntó Willie, el escudero de armas del conde.
―«Nada de caballos, muchacho. Hoy
prepárame a Estrella»—contestó Franz,
con una voz gutural que no le correspondía y que Willie acompañó con un par de
carcajadas.
―Pues si el conde requiere su yegua
favorita, dudo que vaya de caza. Además, tampoco me ha ordenado que limpie sus
venablos...
―Qué extraño…todo el castillo sabe
que hoy sale de caza…
―Tú prepárale a Estrella y cumple sus órdenes; «zapatero a tus zapatos»—terminó
diciendo Willie, no sin sorna.
Franz no puso mala cara. Estaba
acostumbrado a la chanza desde hacía casi un año. Justo desde aquel feliz día
en el que había sido enviado al castillo del conde por mandato del alguacil del
pueblo. Un feliz día que contrastaba con el aciago día, una semana antes, en el
cual sus padres habían muerto debido al incendio fortuito de su casa-taller.
Sus dudas sobre qué sería de él, habiéndose quedado sin familia y sin hogar, se
habían desvanecido cuando el conde en persona le acogió y le dio la oportunidad
de servirle como escudero, aunque ni tenía ascendientes nobles, que él supiera,
ni mostraba grandes aptitudes guerreras ni tampoco el conde era conocido por
ser un piadoso creyente.
En realidad, no era el mejor
escudero del reino, ni siquiera del castillo, pero sí era curioso y poseía una
gran retentiva. La vida como escudero le llenaba más que la anterior vida de
forzoso aprendiz de zapatero, de la cual solo echaba de menos el amor de sus
padres. Debía acostumbrarse. Aquella vida ya no volvería.
Decidió, puesto que no tenía nada
mejor que hacer, ensillar a Chusco,
el potro más tranquilo de las caballerizas, y escapar unas horas del castillo,
con la excusa de que necesitaba entrenar un poco más el arte de la monta,
excusa que, por otro lado, no estaba exenta de veracidad.
No sabía las palabras adecuadas para
poder explicar la sensación de libertad que lo envolvía en las pocas ocasiones
en que había tenido oportunidad de salir a montar fuera del castillo. Tampoco
es que pretendiese hacerlo. Solo era algo que quería guardar para sí,
desconociendo que, quizá, esa misma sensación la estuvieran experimentando
cientos de escuderos noveles por toda Astiria. Cabalgaba por los extensos
prados que rodeaban la colina sobre la que se asentaba el castillo condal,
prados verdes henchidos de agua de la lluvia matinal que, aunque ahora extinta,
se evaporaba debido al incipiente sol invernal de esta insólita época. Creía
que no tenía un camino predefinido, que su único deseo era evocar de nuevo los
sentimientos que le producían el jugar a que no era un muchacho de apenas ocho
palmos de altura, sino un poderoso caballero de al menos diez, aunque en el
fondo de su privilegiado cerebro supiese que no era cierto.
Quizá fuera el azar, o el destino, o
una rara concatenación de ambos el que hiciera que se fijara en que, muy por
delante de él, aparecía la figura de un jinete sobre una magnífica yegua
blanca. No es que fuera capaz de distinguir desde tal distancia si era un
caballo o una yegua, pero no hacía ni una hora que había palmeado el poderoso
cuello de Estrella antes de
ensillarla para el conde.
Sin meditarlo en profundidad, tomó
la resolución de seguir a su señor procurando pasar inadvertido, más como un
juego para su preparación como futuro combatiente que con una intención inconfensable
de huroneo.
Al cabo de lo que podría creer que
serían unos quince minutos, Franz observó desde la distancia que su señor iba
camino del bosque Dúnkel, extraño lugar escogido para cazar, aunque, claro, el
conde no iba ataviado para la caza, ni montado en uno de sus corceles de caza,
ni armado con alguna de sus muchas azagayas de caza, ni siquiera, y eso era lo
más raro, acompañado de su inseparable cortejo de caza. Acaso esa inconfesable
intención de huroneo sí que empezaba a hacer mella en su ánimo, por lo que, con
un naciente hormigueo que comenzó a subirle desde la parte baja de la espalda,
determinó acabar lo que había comenzado y apremió a Chusco para que tomara la misma dirección, aunque manteniendo un
razonable intervalo entre ellos, para intentar pasar lo más desapercibido
posible.
Al rato, el conde desmontó y entró
en el bosque con su yegua de la brida, cosa que no extrañó a Franz, ya que no
vio ningún sendero por el que se pudiera entrar montado hacia la espesura que
se adivinaba. Lo que sí le pareció curioso fue que el conde se introdujera en
el bosque. Él no sabía qué se podía hacer en un bosque si no era cazar.
El chico estaba inquieto, pues nunca
había puesto pie en el bosque Dúnkel, del que las leyendas que se contaban a la
luz de las hogueras nocturnas decían que había estado habitado por duendes o
gnomos, seres depositarios de un saber ancestral ahora desaparecido. Y ya se
sabe, se teme más a lo desconocido que al peligro cierto.
Franz decidió entrar por el bosque
desde un punto distinto al iniciado por su señor, con idea de atar a Chusco en una rama de alguno de los
árboles del lindero del bosque, pero bien escondido para que no se pudiera ver
desde fuera de aquel. Tardó más de lo normal en anudar las riendas a una rama
que creyó adecuada para tal propósito, porque parecía que sus dedos habían
decidido independizarse del resto de su cuerpo y no le hacían caso, o más bien
era todo su cuerpo el que se rebelaba ante la estúpida aventura que capitaneaba
su mente. Arrancó algunas hojas de una rama del abedul al que había atado a Chusco y, sin caer en la cuenta de lo
singular de su existencia en esa época del año, las estrujó y se las acercó a
su nariz, brotando una fragancia de efectos terapéuticos que tranquilizaron sus
nerviosas extremidades para, acto seguido, cortar en diagonal hacia el posible
camino tomado por su señor. Por fin iba a tener una oportunidad de poder probar
sobre el terreno su habilidad en el juego de esconder, el cual practicaba con
asiduidad con sus compañeros en el castillo, en el que, si bien no era el más
fuerte, sí tenía fama de merodeador.
Un ruido proveniente de más adentro
hizo que sus pies se detuvieran y vislumbró entre los árboles unas conocidas
grupas blancas que seguían adentrándose por la espesura. Franz siguió al conde
hasta que este paró y ató las riendas de su yegua a un tronco muerto, para, sin
perder más tiempo, continuar andando hacia el interior del bosque.
Sorprendido por el inusual
comportamiento de su señor, Franz siguió un camino paralelo, tratando de evitar
que Estrella pudiera delatarlo al
pasar por su lado, con algún inoportuno relincho, hasta que distinguió un poco
más adelante lo que parecía un claro en este desconocido bosque. Siguió un poco
más y se escondió detrás de unos arbustos entre dos grandes robles, los cuales
le permitían una magnífica vista del claro sin, creía él, la posibilidad de ser
descubierto.
Jamás había visto a alguien con el
pelo color rojo fuego, aparte de a sí mismo, y nunca en una melena tan larga
como la que lucía la alta y estilizada mujer que estaba de pie junto a su
señor, con su piel nacarada que pareciese que jamás un rayo de sol había tocado
su cuerpo, pero a la vez de una belleza inusual. Su larga túnica negra con
capucha, ahora bajada, tampoco era un ropaje habitual.
Pudiera ser que ambos ya se
conocieran de antes, puesto que la conversación que mantenían parecía una
discusión, sobre todo por los gestos de sus manos al hablar, ya que desde la
distancia era incapaz de distinguir sus voces. En un momento dado, la mujer se
abalanzó sobre el conde y lo besó, de forma que, a partir de ese instante, tomó
el control de la situación, llevando al hombre pegado a su boca casi a rastras,
como si fuera un muñeco de trapo, hasta una roca rectangular casi perfecta
situada en el centro del claro, la cual parecía fuera de lugar. Los ojos de
Franz fueron atraídos hacia los laterales de ese extraño cubo rectangular de
piedra, antiquísimo, recubierto de unos misteriosos e indescifrables símbolos.
Alguien, hacía mucho tiempo, había invertido gran cantidad de trabajo en
tallarlos, para yacer ahora abandonados, allí, en ese intransitado bosque.
La mujer tumbó al hombre sobre el
cubo de piedra, sin dejar de besarlo, y acto seguido se subió a horcajadas
sobre él y se remangó la túnica, por lo que Franz pudo observar sus largas
piernas blancas, en contraste con la túnica negra. La desconocida de larga
cabellera roja, mientras besaba al conde, metió su mano dentro de su alta bota
derecha y, en un único y fugaz movimiento, extrajo un largo estilete y le
atravesó el corazón.
1
Triste efeméride
4—7—3327 d.W.
Wolff estaba casi borracho. Pero ya
no podría estarlo más, puesto que se había quedado sin un solo cobre para
comprar otra jarra de eso que llamaban vino, que aunque de sabor nauseabundo,
le servía para alejar sus fantasmas.
No era un día cualquiera: hoy hacía
quince años que su amigo Fréinhard había muerto de forma poco natural. Que
Fréinhard fuera el último rey de la Casa Goett y que muriera sin descendencia
podría ser algo importante para los demás, algo de todas formas ya olvidado,
pero para él era su rey, su amigo, su protegido y su protector, pues se habían
criado juntos desde que nacieron. Fréinhard había sido el príncipe heredero del
reino de Míttig. Él, en cambio, era el hijo de la comadrona del Palacio Real,
la que atendió a la reina tan embarazada que, apenas tres horas después de
ayudar al alumbramiento del heredero, trajo a Wolff al mundo. Llegó como
avisando que jamás abandonaría al príncipe.
Esa promesa alumbrada pero nunca
pronunciada no se cumplió y desde entonces estaba acabando con él sorbo a
sorbo, al menos en días como aquel, de aniversarios y recuerdos.
Entremezclaba estos pensamientos
recurrentes con los nuevos acerca de la solitaria taberna, algo desvencijada,
en la que se había refugiado para conmemorar tan infeliz efeméride. La única
del pueblo. Del pueblo de…No se acordaba, qué más da, reflexionó, uno más de
los que se desparraman por este inmenso valle denominado Míttig. Nunca había
salido de él, o eso creía recordar, aunque tampoco sabría asegurar por qué.
¿Qué buscaba? Fue nombrado caballero a la edad de catorce años. Los ahorros de
toda la vida de su padre, el cirujano, le ayudaron a comprar su primera
armadura y su corcel de guerra, aunque mayor fue la ayuda de su amigo
Fréinhard, el heredero de la Corona. Pero fracasó en su misión más importante:
defender la vida de su príncipe, ya convertido en rey, o de su amigo, o de
ambas cosas. Desde entonces andaba errante, sin misión reconocida, con retales
herrumbrosos de armadura y caballo viejo, alquilando su espada de vez en cuando
para poder guardarse unas míseras monedas y partir hacia otro lugar, y vuelta a
empezar.
―Hola, Megg—gritó un hombre que
acababa de entrar en la taberna—¿Te has enterado que ha muerto el conde?
―¿Cuándo?—preguntó la tabernera,
sorprendida.
―No sé. Hoy…o ayer, pero lo han
encontrado esta mañana muerto del todo...
―¿Qué conde?—preguntó Wolff, despertado
de sus ensoñaciones.
―¡Qué conde va a ser! Pues el conde
de Zárich, ¿no?—respondió Megg.
―Sí, claro—dijo a su vez el
visitante, mirando a Wolff, y, volviéndose de nuevo hacia la tabernera,
prosiguió—. Lo han encontrado en el bosque, el bosque Dúnkel. Por lo que he
podido enterarme, un escudero encontró esta mañana el caballo del conde atado
en el lindero del bosque y lo llevó al castillo, desde donde partió un
destacamento de búsqueda que a media mañana logró dar con su cadáver en medio
del bosque.
―¿Y cómo murió? ¿Algún accidente?
―No sé más. Todo es muy misterioso.
A mí me lo han dicho a modo de confidencia—dijo el visitante, dándose
importancia, mientras miraba de soslayo al que parecía ser un caballero venido
a menos.
―¿Dónde vamos a ir a parar? Bueno,
ahora el joven señorito Garn será el nuevo conde. Espero que nos baje los
impuestos.
―Ja, ja, ja—rieron al unísono la
tabernera y el visitante.
Wolff decidió que debía darle una
oportunidad a ese lugar. Un cambio de conde, sobre todo si el nuevo era joven,
era una buena ocasión para pasar unas semanas en un castillo, pues solía
ocurrir que el nuevo conde quisiera rodearse de caras nuevas, gente que no
juzgase sus actos en comparación con los del anterior. El problema radicaba en
que su porte no era el adecuado para presentarse ante nadie y tampoco es que
pudiera hacer nada al respecto. Aunque…
―Estimada señora…—se dirigió Wolff a
la tabernera con la mejor de sus sonrisas, una vez que el visitante había
abandonado la taberna, sin tomar nada, por lo que suponía que la taberna habría
sido una de sus muchas estaciones de cotilleo de esa noche—¿Hay algún herrero
en el pueblo?...Herrero armero, quiero decir…
―Sí… Bálmuth. Sobre todo es herrador
de caballos y trabaja aperos del campo, pero hace muchos años fue soldado, por
lo que sabe hacer cuchillos e incluso una vez regaló una espada al conde. Hecha
por él mismo, ¿sabe?
―Supongo que es tarde para ir a
visitarlo…¿Sería usted tan amable de permitirme dormir en el establo esta
noche?—y ante la mirada de suspicacia que le lanzó la tabernera, Wolff
continuó—Señora, soy un caballero sin fortuna, pero honrado como el que más. Le
juro por Wórldrig, quien todo lo ve, que no albergo intenciones
aviesas—manifestó, cerrando su puño derecho sobre el corazón.
La tabernera meditó unos segundos,
mientras observaba con experimentados ojos la figura del solitario caballero:
era alto, más de lo normal, y parecía fuerte, aunque no de esos cuya
musculatura sobresaliese de sus ropas, pobres en este caso y que evidenciaban
una ajetreada vida. Sus ojos eran negros, profundos, pero sinceros. Y su barba,
corta, aunque descuidada. Su cabello oscuro, con algunas hebras grises, pedía a
gritos el concurso de un barbero.
―Época extraña es esta, en la que el
invierno es verano, los condes mueren solos en medio de un bosque y los
caballeros piden favores con amabilidad…Solo por esta noche y, como vos decís,
¡que Wórldrig esté vigilante!—sentenció Megg.
Era cierto. Los caballeros suelen
creer que tienen más derecho que el resto, solo por llevar calzadas unas
espuelas de oro, ¿o sería por lucir una espada al cinto? Pero Wolff había
aprendido, después de tantos años de vagabundeo, que una palabra amable a veces
tenía más fuerza que la mejor de las espadas y, si estas se tasaban por el
número de sus muescas, la suya sería la mejor del reino, ya que hacía demasiado
tiempo que no la afilaba como un buen acero merece. Además, él no poseía
espuelas de oro. Las había vendido hacía ya tantos años que casi no recordaba
el haberlas poseído.
Al alba, después de dar de comer a Hálsigg, su vetusto caballo, Wolff se
dirigió de nuevo a la taberna para agradecer a Megg su hospitalidad y
despedirse de ella, aprovechando la ocasión para preguntarle cuál era la casa
del herrero. Una vez satisfecha su curiosidad, se dirigió calle abajo.
Aprovechó la luz de la mañana para echar un vistazo al pueblo, ya que cuando llegó
el día anterior era de noche y, aunque era evidente que el pueblo era la típica
agrupación de casas de campesinos alrededor del camino, no pudo estudiar el
número de construcciones y su ubicación exacta, como solía hacer cada vez que
llegaba a un nuevo lugar. Vicio de profesión: posible pendiente, campos y
bosques cercanos, fuente de agua y, sobre todo, mejor dirección de rápida fuga.
Megg le había dirigido calle abajo.
Solo existía esa posibilidad, además de la de calle arriba. No tendría más de
cincuenta casas, aunque no más de treinta parecían formar el núcleo del pueblo.
Mientras calculaba esas cifras, a la quinta casa calle abajo se topó con una
cuya parte baja tenía todas las cualidades para ser una herrería, incluyendo al
fornido hombre, vestido solo con unos pantalones y un mandil, que golpeaba una
barra de hierro con un martillo de cabeza cuadrada. Se paró un momento mientras
estudiaba la situación: nada de armas colgadas, ni partes de armadura y lo que
era peor, lo que seguro era su casa en la planta superior, expuesta a cualquier
chispa volátil desde la forja. Decepción. Sí, esa era la sensación, pero Megg
ya le había avisado y ya debía suponer que no podía esperar encontrar, en medio
de este poblacho, un armero de calidad, como los de Héisserl. Héisserl, cómo la
echaba de menos. La capital del reino de Míttig. Se veía con dieciséis o
diecisiete años menos, junto a Fréinhard, vestidos los dos con sus peores ropas
para poder escaparse del Palacio Real y jugar a que eran solo dos amigos
normales con ganas de conocer mundo y realizar alguna que otra travesura.
Wólmagg, el armero tuerto de la calle de los Yunques, persiguiéndoles a través
del mercado después que, en un descuido de este, ellos echaran bostas de
caballo dentro de la crepitante forja. Una amarga sonrisa se le dibujó en su
curtido y poblado rostro.
―Buenos días. ¿Es usted Bálmuth,
verdad?—preguntó Wolff.
―Sí, señor. Buenos días tenga usted.
¿Qué se le ofrece?—dijo el herrero, con el martillo detenido sobre su cabeza,
entre golpe y golpe, y estudiando al desconocido que llevaba en una mano las
riendas de su caballo.
―Soy thore Wolff, un caballero
errante que desea presentarle sus respetos al conde de Zárich y necesito la
ayuda de un buen herrero y Megg me ha recomendado que le visite—aduló Wolff.
―Pues llega usted tarde a lo que
parece, thore. Anoche me dieron la noticia de su muerte…
―Al nuevo conde me refiero, una vez
que sea nombrado, claro.
―¡Pues sí que corren rápido las
noticias! Creo que fue ayer por la mañana cuando fue hallado muerto y yo me
enteré poco antes de acostarme—el herrero se quedó mirando a Wolff—¿Venís de
Zamblia, thore?
―No. Anoche estaba en la taberna y
allí escuché lo de su muerte. Estoy en el pueblo de paso, pero aprovecharía la
oportunidad para conocer al nuevo conde y ahí es donde necesito su ayuda. Tengo
una armadura muy usada y no está completa, pero solo necesitaría que me
prestase el tonel para desherrumbrar la cota.
―¿Y el peto?
―Aceite tengo y paños y cepillos
también, solo el tonel.
―¿No quiere que se la apañe yo,
thore?
―Verá, Bálmuth…Tengo la bolsa vacía
y no puedo pagarle por tu trabajo, pero si fuera tan amable de prestarme el
tonel y un martillo para quitarle un par de abolladuras al peto, podría
presentarme ante el nuevo conde con un mejor aspecto y, quizá así, podría
conseguir un puesto en su castillo y después le recompensaría de forma
adecuada.
―Hjumm…ya veo—pensaba el herrero
mientras con una mano se frotaba la barbilla y con la otra sostenía el
martillo.
―No tenéis nada que perder, Bálmuth.
Yo haré todo el trabajo y si no consigo nada no me volveréis a ver, pero si
consigo un puesto con el nuevo conde, volveré y os pagaré como si el trabajo lo
hubierais realizado vos—negoció Wolff, acostumbrado a esos pobres menesteres.
―¡Por Wórldrig que me gusta ese
trato!—sonrió el herrero—Podéis dejar el caballo atrás, junto con el resto de
vuestras pertenencias, si lo deseáis.
Durante todo el día Wolff estuvo
adecentando el peto, los quijotes y las grebas, ya que eran las únicas partes
de armadura rígida que le quedaban, porque ir de caballero errante con armadura
completa suponía una agonía, tanto para él como para el caballo. Además de
resultar caro. De hecho, no solía usar ni los quijotes ni las grebas, pero
pensaba que era mejor conservarlos. Lo peor fue hacer rodar el tonel de arena
en el que había introducido la cota de malla. Esta hacía ya mucho tiempo que no
la cuidaba como debía y requería más trabajo de la cuenta. Por fortuna, el
herrero se apiadó de él y, cuando se fijó en que chorreaba mares de sudor, se
acercó a echarle una mano y entre los dos acabaron más rápido. Incluso le
invitó a una jarra de cerveza fría dentro de la casa una vez que hubieron
terminado.
Cumplido su objetivo, Wolff se
dirigió al pozo del poblado para poder refrescarse y limpiarse el sudor y se
percató de que era demasiado tarde para acercarse al castillo, por lo que dio
las gracias al herrero y se dirigió de nuevo a la taberna. Megg lo saludó al
entrar y le dio permiso para pasar otra noche en el establo. Aunque aún no
había anochecido, se dirigió hacia allí, pues no tenía una sola moneda que
gastar en bebida o comida y no quería abusar de la hospitalidad de la
tabernera.
Con todos los músculos de su cuerpo
doloridos, cayó rendido sobre la paja del establo, no muy fresca, la verdad.
Aún así, no conseguía conciliar el sueño. Llevaría una media hora o más allí
tumbado cuando oyó unos ruidos diferentes a los que hasta ahora había estado
escuchando, que eran los de su estómago protestando por la falta de alimento.
Parecían voces provenientes de la taberna, por lo que se levantó y se ciñó su
espada mientras se dirigía hacia allí, con la intención de ayudar a Megg si
esta se encontraba en apuros. Cuando entró se topó con que varias mesas estaban
ocupadas. Al menos había doce personas, por lo visto lugareños. Todos se le
quedaron mirando, detenida la conversación que mantenían. No se extrañaron
demasiado de su presencia, por lo que la noticia acerca de que un caballero
había estado trabajando con Bálmuth el herrero ya se habría difundido por el
pequeño pueblo.
La conversación prosiguió y, por lo
que hablaban, no era él el protagonista, sino la inesperada muerte del conde,
que era el señor de todos ellos. Se dirigió a un rincón de la sala y se sentó
allí mientras escuchaba. Tuvo que hacer un buen ejercicio de limpieza de lo que
iban comentando, puesto que había más elucubraciones que noticias ciertas. Era
evidente que no sabían demasiado. Además de lo que había escuchado allí mismo
en la noche anterior, solo sacó en claro que el joven escudero que había
encontrado la yegua, que no un caballo, se llamaba Franz Shoóster y era
originario de este pueblo.
―Siempre dije que ese chico atraía
los problemas—dijo un hombre barbicano y de piel curtida que, por sus manos, se
trataba con toda probabilidad de un campesino.
―Sí, siempre lo dijiste, Córner,
pero recuerda que el chico solo encontró abandonada la yegua—contestó Megg—. Es
más, si el chico no la hubiera encontrado, todos se estarían volviendo locos
buscando todavía al conde.
―Pero ej verdá que er niño tié
marfario, Megg. Primero lo de su kely y ahora ejto…Yo no marrimaré a él, por ji
laj moscaj—sentenció un grandullón sentado al lado del que había hablado antes
de él, mientras colocaba el pulgar y el índice de la mano derecha en forma de
pico y se los besaba. Varios de los hombres de alrededor gruñeron y asintieron
con la cabeza sus palabras.
―La verdad es que era un buen chico.
A mí me ayudó en más de una ocasión y nunca pedía nada a cambio—intervino un
hombre muy mayor que podría ser el más viejo del pueblo.
―¿Veis? A mí también me cambiaba de
vez en cuando la paja del establo y desde que se ha ido él, lo tengo que hacer
yo sola.
―Nadie ejtá diciendo que er chavea
sea malo ni ná por el ejtilo, pero raro jí que ej, por lo menos eje pelo rojo
que tié—dijo de nuevo el grandullón.
―Y esos ojos violeta, que parecía
que traspasaba con ellos—apostilló Córner. Wolf se quedó en esos momentos sin
respiración.
―Sí, sí. Ese pelo color fuego fue el
que atrajo al fuego a su casa, matando a sus padres mientras él se
salvaba—decía otro, con la jarra en la mano mientras negaba con la cabeza.
―Entonces…el chico que encontró la
yegua del conde, ¿vive en este pueblo?—preguntó Wolff, hablando por primera
vez. El resto de la concurrencia se volvió hacia él con ojos curiosos.
―No. El chico era de este pueblo y
vivía aquí hasta que hubo un incendio que acabó con su casa y la vida de sus
padres—le informó Megg.
―Pero…¿nació aquí?—le preguntó de
nuevo Wolff.
―Sí, creo que sí.
―No—respondió el anciano con
rotundidad—. Recuerdo que cuando sus padres se instalaron en el pueblo venían
con la criatura en brazos. Una buena mata de pelo rojo, aunque no creo que
tuviera ni veintiséis semanas. Y unos enormes ojos violetas que lo miraban
todo. Lo recuerdo perfectamente porque mi Wunilda, que Wórldrig la tenga a su
vera, mantuvo al chico entre sus brazos y me lo comentó cuando volvió a casa.
―¿Dónde vive ahora? Con sus
familiares de otro pueblo, ¿no?—volvió a preguntar Wolff, cuyos dedos parecían
bailar una giga sobre sus muslos.
―No, el chico no tenía más familia.
Así que se quedó huérfano—observó Córner—. Y eso es lo más raro de todo. El
incendio, que fue hace cosa de un año, dejó al muchacho sin nada y sin nadie, y
no es que la gente de este pueblo seamos malos, señor, pero entre lo del pelo
rojo y la mala suerte del incendio, nadie quiso acogerlo. Ya sabe usted, al mal
agüero es mejor mantenerlo alejado. Bueno, pues eso, que el conde llegó y se lo
llevó al castillo. Ahora está muerto—afirmó, echando una mirada de reojo a la
tabernera.
―¡No digas sandeces!—subió el tono
Megg, para dirigirse a continuación a Wolff—Yo lo acogí aquí en la taberna, al
menos por unos días. ¿Qué iba a hacer? Un chico de unos catorce años que había
sufrido semejante desgracia y que siempre había sido muy amable conmigo. El
caso es que Franz estaba muy triste y yo no sabía qué iba a pasar con él y
estuvo aquí en la taberna casi una semana. Yo casi me había hecho a la idea de
que se quedaría a vivir conmigo y me ayudaría con el negocio, ya que Wórldrig
se llevó a mi marido muy joven y no me dio ningún hijo para poder recordarle.
Total, que había pasado casi una semana cuando llegó el alguacil de la comarca
y le dijo a Franz que recogiera sus pertenencias, que lo llevaba al castillo
del conde, donde este le iba a procurar un puesto de escudero, creo recordar.
Yo me sorprendí, la verdad, ¿cómo era posible que el conde supiera de la
existencia de Franz? Es verdad que su padre era buen zapatero y había fabricado
varios pares de botas para el conde, pero de ahí a quedarse con él hay un
trecho. También pensé que el conde pudo enterarse por el alguacil de la
desgracia de la familia Shoóster y se apiadó del chico.
―Claro, claro, seguro que fue eso lo
que ocurrió—comentó Córner, con una gran sonrisa en su boca.
―Pues no sé si fue eso lo que pasó,
pero lo que sí sé es que el conde lo acogió en su castillo y desde entonces le
ha dado de comer, que es bastante más de lo que hizo cualquiera de vosotros por
él—replicó Megg, con claros síntomas de enfado.
―Y ahora él está muerto y nosotros
vivos—respondió Córner, con un gesto de triunfo en su cara, mientras en el
resto de la sala reían y asentían, como si el comentario le hubiera hecho
vencedor de un concurso de dialéctica, y prosiguió, levantando sus manos—y a
saber si él solo encontró al conde muerto o lo mató y después dijo que lo
encontró…como lo de la casa, que fue el único que se salvó del incendio…
―¡Córner! ¡A tu casa ya!—gritó
Megg—Tu mujer tiene que estar esperándote, si todavía te aguanta. Y no vuelvas
a lanzar infundios. El chico no encontró el cadáver del conde, solo encontró a
su caballo o su yegua o lo que sea que fuera y si hubieras vivido con él, como
hice yo después del incendio de su casa, te habrías dado cuenta que el muchacho
estaba destrozado por la pérdida de su familia. Además, siempre fue un chico dulce
y simpático, incapaz de hacer daño a una mosca. La verdad, no sé por qué se lo
llevó el conde para aprender a ser escudero. Franz nunca será caballero, ni por
cuerpo ni por pensamiento.
La taberna se fue despejando. Los
parroquianos iban saliendo mientras comentaban lo allí escuchado, hasta que,
pasados unos minutos, Wolff se quedó a solas con la tabernera. La miró por unos
instantes y ella a él, con los brazos en jarra, como pensando «atrévete a decir
algo en contra, que tengo de sobra para todos».
―Sé que no soy el más adecuado para
decirte esto, pero gracias—dijo Wolff, bajando el tono.
―¿Gracias por qué?—preguntó una Megg
más tranquila pero algo confusa.
―Pues porque aunque no conozco a ese
chico ni es algo que vaya conmigo, creo que nadie te ha agradecido nunca lo que
hiciste por él, observando el comportamiento de tus vecinos, por lo tanto lo
hago yo, un desconocido: gracias.
―No hay de qué—contestó una
sonriente Megg que, de pronto, miró al pobre caballero con otros ojos y después
de pensar un momento, continuó—¿Queréis pasar esta noche arriba? El establo no
creo que sea muy cómodo…
―Os lo agradezco Megg, pero no, no
me malinterpretéis—contestó Wolff mientras estudiaba la figura de la tabernera
de otra manera: si bien sus mejores años habían ya pasado, estaba lozana y
debía estar muy mullida, además, su misión era otra—. Solo deseo poder
descansar esta noche para dirigirme mañana al castillo. Si queréis, podéis
darme algún mensaje para el chico, en caso de que lo vea por allí.
―De acuerdo…Pero quedaos un rato
más. Supongo que no habréis comido nada en todo el día. Os traeré un cuenco del
puchero y una jarra de cerveza, y lo mismo para mí; mientras cenamos, me podéis
contar algo de vos.
A la primera luz de la mañana, que
entraba por el vano sin puerta del pequeño establo de la tabernera, se despertó
Wolff, arrepentido de no haber aceptado la propuesta de Megg. Había estado
lloviendo por la noche y el techo necesitaba una reparación de urgencia, por si
había otros caballeros errantes y con telarañas en sus bolsas que solicitasen
pasar la noche en el establo. Al menos no hacía frío, teniendo en cuenta que
estaban a mitad del invierno.
No quiso despedirse de Megg. En el
«Buenas noches» de la noche anterior ya estaba implícita su despedida, por lo
que ensilló a Hálsigg, su viejo
caballo, salió del pueblo y se dirigió hacia el oeste. El castillo se
encontraba a una media hora a uña de caballo, así que decidió dar algo de
ejercicio a su montura y, sin encontrarse a nadie por el camino a esas
tempranas horas, antes de darse cuenta ya lo tenía a la vista. Sobre la colina,
no muy alta, se extendía la mole, que carecía de foso. Sería por ello que para
más seguridad habían construido una barbacana en tiempos más recientes, por lo que
todavía se podía distinguir un color diferente de su piedra con respecto a la
de las murallas o torreones. Suficiente para sentirse seguro en la noche, mas
no para resistir un asalto empecinado por parte de un ejército grande, ni
siquiera mediano. Tampoco es que estuviesen en guerra, ni que hubiera una en
ciernes, al menos que él supiera, aunque era cierto que los reinos sureños de
Klyne, Hápstur y Árland llevaban combatiéndose más de diez años, aunque su
guerra no había afectado en nada al reino de Míttig. Por ahora.
Había tres guardias en la puerta,
con los colores del conde: verde y marrón. Estaban conversando con un campesino
que estaba sentado en el pescante de un carromato que, por lo que parecía,
llevaba sus productos al castillo. Cuando ya se acercaba, los guardias dejaron
pasar al carromato y se despedían entre risas, sosteniendo unas gordas manzanas
en su mano libre. Siguió hacia la puerta y dos de los soldados soltaron, entre
maldiciones, sus manzanas para agarrar las lanzas con ambas manos y cruzarlas
delante de Hálsigg, por lo que tuvo
que refrenarlo. Observó al tercero de los guardias, algo más mayor que los
otros, con una larga barba castaña, al igual que su pelo, que levantaba su mano
y le daba el alto.
―Que Wórldrig os guarde,
sargento—arriesgó Wolff.
―¿Quién sois y qué deseáis?
―Soy thore Wolff y vengo con
intención de despedir a vuestro señor, al que tuve el honor de poder llamarlo
amigo—no era del todo cierto, si bien lo había conocido hacía muchos años,
cuando vivía en el Palacio Real, siendo él aún un adolescente y el conde un
joven primogénito arrogante y engreído.
―Es muy pronto todavía. Antes de
ayer encontramos su cadáver en el bosque, por lo que su homenaje no tendrá
lugar hasta pasado mañana. ¿Cómo os habéis enterado tan pronto de la noticia,
thore?—preguntó el supuesto sargento, mientras los otros dos soldados relajaban
su postura y recogían las manzanas del suelo, frotándolas contra sus calzas,
para limpiarlas.
―Estaba de paso y me hospedaba en la
taberna de Megg, en el pueblo. Allí me enteré de la noticia, por lo que decidí
aprovechar la circunstancia antes de continuar mi camino y hacerle un último
servicio al conde, a la vez que le ofrezco mi ayuda a su hijo que, si no
recuerdo mal, se llamaba Garn, ¿cierto?—explicó Wolff, aprovechándose de la
conversación escuchada dos noches atrás.
―Por lo que parece sí lo
conocíais…Bien—terminó diciendo, a la vez que se rascaba el mentón barbado—,
dirigíos hacia los establos, thore, donde podréis dejar el caballo y luego
presentaos en la torre del Homenaje y preguntad por el castellano, thore
Ármich—mientras le señalaba con el índice de su mano derecha ambos lugares,
para después hacerse a un lado.
Wolff acicateó su montura y, después
de inclinar su cabeza al sargento, agradeciéndole así su confianza, se dirigió
a los establos. Desmontó a sus puertas, ante las que se encontraba lo que
parecía ser uno de los mozos de cuadras, al que dejó las riendas de Hálsigg. Lo acompañó hasta la cuadra
asignada a su caballo, porque tenía por costumbre tranquilizarlo él mismo a su
llegada a un lugar desconocido, y vio a un chico que almohazaba a una preciosa
yegua blanca y su pelo…su pelo era rojo como el fuego. Paró sus pasos mientras
lo observaba trabajar y en ese momento el chico se volvió y le miró sonriente
con unos enormes ojos color violeta. El corazón pareció dejar de latirle una
eternidad. Después de quince años errante, sin saber si aún seguía vivo, por
fin su búsqueda había concluido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario