domingo, 15 de noviembre de 2015

Tropezando con la misma piedra

             El octavo día de la tercera década del mes de floréal del año sexto de la República—17 de mayo de 1798—un joven general Bonaparte zarpaba del puerto de Tolon, con rumbo desconocido, al mando de un ejército de 30.000 militares y un millar de civiles, parte de ellos científicos y especialistas de diversas artes y materias. Hoy sabemos perfectamente el rumbo que tomó dicha expedición, pero en aquellas fechas se intentó guardar el secreto todo lo máximo que se podía, para evitar que fuera hundida en mitad del Mediterráneo, mucho antes de llegar a su destino, por la superioridad naval enemiga, esto es, por la flota británica. Lógicamente, cuando miles de personas saben algo, mantener el secreto era algo así como bastante ilusorio, por lo que Nelson partió con su flota fondeada en Gibraltar a la búsqueda del enemigo, cruzándolo dos veces, pero sin suerte para lograr interceptarlo. Quizá se nos haga difícil la idea en un mundo donde los satélites son capaces casi de distinguir el color de tus ojos, pero en esa época los vientos gobernaban los rumbos y la vista sólo alcanzaba hasta el horizonte curvado desde la cofia del palo mayor, el lugar más alto de un navío.
            El joven general Bonaparte—joven porque aún no había cumplido 30 años, general porque era su rango militar, ya que todavía no era conocido como Napoleón, pues ni siquiera había coqueteado por entonces con la política y estaba a las órdenes de la República de Francia—arribó a las costas egipcias. La campaña militar siguió su curso hacia el sur y, en la conocida como batalla de las Pirámides, supuestamente soltó su arenga que se haría famosa: «Soldados. Desde lo alto de estas pirámides, 40 siglos nos contemplan», reventando, acto seguido, al más numeroso pero anticuado ejército de mamelucos que tenía en frente.
            Pero, ¿qué hacía en Egipto un ejército francés? La idea del Directorio era, en un principio, golpear a Gran Bretaña. Aquél propuso al afamado general Bonaparte, que había conseguido una fulgurante victoria en su rápida campaña de Italia contra los austríacos y piamonteses, apenas dos años antes, para que la dirigiera, quizá con el anhelo de quitárselo del medio, pues un general popular no era conveniente en esa jovencísima República. Bonaparte, por supuesto, aprovechó la oportunidad. Él era un científico al que le encantaban las matemáticas, que tuvo que aprender primero en la escuela militar de Brienne y después en la Real Escuela Militar de París, donde se especializó en la muy científica artillería. Pero también era un apasionado hombre de letras, que devoraba con fruición los libros de Historia, anotando sus ideas a los márgenes de ellos, mientras se imaginaba que en un futuro él sería el nuevo Julio César o el nuevo Alejandro Magno.
            Sí, pero ¿para qué fue un ejército francés a Egipto, el «culo del mundo»? El plan era tomar Egipto como base para su posterior desplazamiento hacia el Oriente Próximo y, de allí, hacia la India, que era la joya británica. Francia no tenía oportunidad de cruzar el estrecho de Calais, que la separaba de su enemiga Gran Bretaña, ya que la superioridad naval británica se lo impedía, por lo que organizó ese arriesgado plan de atacar a su peor enemiga donde más le pudiera doler. Me podéis decir que es de locos no poder cruzar un estrecho de apenas 33 kilómetros de anchura e irse, en cambio, al otro lado del mundo para rendir a tu enemigo. Sí, claro, pero yo no hago la Historia, sólo la cuento.
            Entonces, ¿cómo pensaba Bonaparte y el Directorio que tal empresa podía llevarse a cabo? Pues porque tenían un arma secreta. La cosa no era conquistar tanto Egipto como el resto de los territorios bajo la influencia del sultán turco, hasta llegar a la India, sino levantarlos. Esos territorios estaban poblados por pobres gentes ignorantes de su situación, esclavizados por la religión y la fusta del turco, a los cuales se podía y se debía abrir los ojos. Ésa era el arma secreta de la expedición del general Bonaparte, la «Liberté, egalité y fraternité». Si, con ayuda de todos los civiles que llevaban, con los que se fundó hospitales, escuelas, casas cuna, etc, se lograba convencer al populacho que ellos no eran conquistadores, sino libertadores, podrían levantar a toda aquella masa humana para sus propios propósitos. Yo no estaba allí para verlo, pero la cara del general Bonaparte tuvo que ser un poema cuando los egipcios le preguntaron lo de «liberqué?, egaliqué?, fraterniqué?». Ya sabéis que la expedición francesa acabó fracasando y supongo que os imaginaréis el porqué: los egipcios no entendían que era eso que los extranjeros querían meterles en su cabeza. ¿Cómo era posible que una gente que no creía en Alá les dijera lo que era mejor para ellos? Ellos ya tenían unos imanes que les explicaban e interpretaban el Corán, lo demás les importaba un pimiento. Algo bueno, al menos, quedó de esa fracasada expedición: nació en Europa el amor por la antigua cultura egipcia, por sus templos y por la escritura jeroglífica. Pero ya está. No hubo más.
            Han pasado 217 años desde entonces, pero seguimos cometiendo los mismos errores. Los pobladores de esa región del mundo, con su idea de la familia, con sus ancestrales costumbres y con su religión por encima de todas las cosas, no comprenden que vayan unos descreídos a decirles qué es lo mejor para ellos. Ellos no vienen a nuestras casas para decirnos que lo mejor para nosotros sería calzarnos el burka y rezar cinco veces al día con el culo en pompa. Por eso, cuando nos empeñamos en decirles que deben adoptar la democracia, la igualdad entre hombres y mujeres, la tolerancia hacia los homosexuales, etc, se molestan un poquillo, más si les matamos a sus líderes. Somos nosotros los que no comprendemos que cuando tienen algo de democracia votan a los Hermanos Musulmanes, porque en su religiosa sociedad no buscan a alguien que los gobierne, sino a alguien que les dirija espiritualmente. Somos nosotros los que no comprendemos que la mujer musulmana no quiere la igualdad con el hombre, porque hombres y mujeres musulmanes no son iguales, cada uno tiene sus roles que no se pueden entremezclar, y cada uno es muy importante según el ámbito en el que mueve, las mujeres como dueñas de la casa y los hombres fuera de ella. Somos nosotros los que no comprendemos que la homosexualidad es un delito para el credo musulmán, aunque luego hagan a escondidas lo que quieran, pero contra un dogma no se puede discutir.
            El Directorio francés de 1798, en Egipto, y el gobierno de EE.UU. en este siglo XXI, en Afganistán e Irak, cometieron el mismo error, creyendo que podrían «evangelizar» a esas retrasadas gentes, sin comprender que esas gentes tienen otras formas de pensar y, que, quizá, a diferencia de los occidentales, no tengan la avidez material como fin último de la existencia, sino que hay algo más, su religiosidad y forma de ver la vida, muy por encima de los valores de Occidente.
            Pero claro, tal vez ni el Directorio francés ni EE.UU. fueron del todo sinceros en sus objetivos, pues ninguno de ellos era el que dichas poblaciones vivieran mejor. Eso era sólo un medio para conseguir de verdad lo que querían, que era la estabilidad promocionada para que ellos tuvieran las manos libres para lo que de verdad perseguían, que era arrebatar la India a los británicos, por parte del Directorio, y controlar el petróleo, por parte de EE.UU.

            El Condotiero

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