Varias gotas de sudor perlaban su
frente, aunque esa mañana de otoño no era precisamente calurosa. Tenía sus
miembros entumecidos, al mantener la misma postura por más de dos horas y debido
a la poca calidad de la ropa con la que se cubría. Recordó el momento en que se
la probó, solo tres días atrás, ¿o había sido noventa y nueve años después...?
«Qué cosas», pensó, dándole vueltas a la locura en la que se veía inmerso.
Tocó
de nuevo su fusil de alta precisión XM2020,
como para cerciorarse que seguía estando allí. Su contacto duro y frío lo ayudó
a relajarse. Debería estar acostumbrado a acechar desde posiciones ocultas,
pues lo había hecho en multitud de ocasiones tanto en Irán como en Corea del
Norte, pero esta no era una misión cualquiera. Esta era la gran misión. «¡Qué
curioso!», se dijo, observando a su alrededor una ciudad llena de color. Las
dos últimas semanas había estudiado a fondo la ciudad, a través de montones de
fotografías, pero todas eran en blanco y negro. Ahora, debajo de él, se erguía
una Munich rebosante de color.
Judah
Beigberwitz comenzó a rememorar el día, hacía un par de semanas, que llegó a su
apartamento de Nueva York, procedente de la difusa frontera entre las dos
Coreas, aprovechando un permiso que le habían concedido por haber conseguido
abatir su presa número quinientos. Era considerado el mejor francotirador de
todo el ejército de Estados Unidos y para ello no era la puntería ni la sangre
fría la mejor cualidad, sino que era la absoluta falta de remordimientos. Eso
lo había aprendido después de muchos años, junto al capitán McDonald, el mejor
«cazador» que había conocido, cuando empezó en esto, allá por la guerra de
Afganistán. Habían pasado casi veinte años, por lo que ya no era un joven
alocado, más bien era un hastiado oficial, sin nadie a quien mandar, excepto a
su conciencia.
Cuando
estaba metiendo la llave en la cerradura de su apartamento, tenía en mente
descansar durante esos días de permiso, mientras se replanteaba su futuro, pues
se sentía exhausto de esa vida solitaria y cansado de matar desde mil metros de
distancia, sin que el objetivo, despersonalizado, se imaginara que estaba
viviendo los últimos instantes de su existencia. Quizá fuese una manera cobarde
de matar, sin mirar a los ojos a su supuesto enemigo, pero era su forma de
combatir: la que había aprendido y la que sabía hacer mejor que nadie en el
ancho mundo, solo discutido por Boris Borisenko, el antiguo spetsnaz ruso, del cual tenía una
fotografía colgada en la pared del apartamento, cuya puerta estaba a punto de
abrir, con su inconfundible fusil ORSIS
T-5000, más preciso aún que el que él solía usar.
Pero
su divagación fue cortada en seco por sus sentidos, que, en estado de vigilancia
permanente, le alertaban de que había alguien en su casa. Aún no había cerrado
la puerta de entrada y podía huir, pero una voz le detuvo:
—No se asuste,
señor Beigberwitz. Pertenezco al servicio secreto.
Judah
se volvió de nuevo, encarando al intruso y observando que este había sacado a
relucir su billetera, que, abierta, mostraba su carné que confirmaba su
pertenencia al servicio secreto de los Estados Unidos de América.
—Mi nombre es
Farrell, Don Farrell—comentó el agente, impulsando a Judah a alzar la comisura
derecha de su boca, a modo de sonrisa, por la obligada comparación con Bond, James
Bond.
—¿Y qué hace
aquí, en mi casa?
—Disculpe la
intromisión, señor Beigberwitz, pero se trata de un asunto de suma importancia
y creemos que podría ser también de su interés. Pase al salón, si no le
importa, y mi compañero le contará de qué va todo esto—solicitó el agente
Farrell, con unas formas muy educadas.
«¿Compañero?»,
se preguntó Judah. «Así que hay más de uno en mi apartamento». Se quedó mirando
al sujeto que tenía delante, envarado y bien vestido, con el pelo que comenzaba
a escasear y ademanes elegantes.
Acto
seguido, Judah pasó al salón de su casa, donde observó que, efectivamente,
había otro individuo allí, sentado en el solitario sillón que había en su
desolado salón, que, junto al televisor de 52 pulgadas, eran los únicos muebles
que necesitaba, o creía necesitar. El segundo intruso, de vestimenta menos
pulcra y grandes gafas de carey, se levantó tal y como Judah entró y este le
echó una mirada de las que suele hacer a través de su mira telescópica. El
objetivo avanzó un par de pasos y extendió su mano.
—Soy el
profesor Pfeferberg. Encantado de conocerlo, señor Beigberwitz.
—¿Es usted
judío?—preguntó Judah, al escuchar el apellido del profesor.
—No, que yo
sepa. Tampoco es la primera vez que me hacen esa pregunta, pero usted sí lo es.
—Muy bien,
están en mi casa sin mi permiso y, por lo que veo, también han escarbado en mi historial,
¿me van a decir de una vez qué demonios quieren de mí?—preguntó Judah con cara
de pocos amigos, tras lo cual depositó en el suelo el macuto color arena que
portaba al hombro izquierdo, como percatándose en ese momento que aún lo
llevaba consigo.
—Por favor,
señor Beigberwitz, sea paciente. No le robaremos mucho tiempo. El profesor debe
hacerle unas preguntas para asegurarse que usted es la persona adecuada para su
«estudio». Si no lo es, no volverá a vernos nunca. Si, en cambio, es la persona
que necesitamos...que su país necesita—se corrigió el agente Farrell—, le
dejaremos descansar y nos iremos, para vernos bastante a menudo en los próximos
días.
—Está bien.
Dispare—claudicó Judah, mirando al profesor.
A
falta de asientos que tomar, los tres hombres permanecían de pie, encarados
entre sí, con todas las paredes de un blanco impoluto, a excepción del gran
aparato de televisión, apagado, que se encontraba a la izquierda de Judah.
—¿Qué me
respondería usted si le preguntase si estaría dispuesto a matar a Hitler antes
de que tuviera la oportunidad de llegar al poder?—soltó de repente el profesor.
—Estooo...¿está
hablando en serio?—la cara de Judah reflejaba la misma sorpresa que sus
palabras.
—Digamos que
esto no es una conversación oficial, solo oficiosa—aclaró el agente Farrell—.
Puede usted responder a la pregunta, por favor.
—¿Me están
diciendo que podría viajar al pasado y matar a Hitler?—volvió a preguntar
Judah, que no las tenía todas consigo.
—No—negó el
profesor, también con su cabeza, dando más énfasis a su negativa—. No, señor
Beigberwitz. No le estoy diciendo que se pueda hacer, le estoy preguntando si
usted lo haría si pudiera. Sabemos que es el mejor francotirador del ejército
de Estados Unidos, quizá del mundo, y también sabemos que su abuela era
alemana, una niña que fue la única superviviente de su familia, que estuvo en
el campo de Theresienstadt. Usted existe de milagro, señor Beigberwitz, porque
su abuela podría haber muerto mucho antes de que usted tuviera siquiera la más
mínima posibilidad de nacer.
Los
recuerdos afloraron a su mente de forma dolorosa. Su queridísima abuela Libi,
que había muerto hacía cosa de diez meses, a la respetable edad de noventa
años, había sido más su madre que su abuela, pues su única hija había muerto al
alumbrar a Judah y su abuelo Ezra había fallecido en un accidente de tráfico
cuando él contaba con apenas siete años.
—¿Qué me
responde, señor Beigberwitz?—insistió el profesor, sacándole bruscamente de su ensoñación
al pasado.
Los
días posteriores a ese encuentro habían resultado ser una locura completa, pues
finalmente había accedido a la propuesta del profesor. Le explicaron que habían
inventado una pequeña máquina que permitía el viaje al pasado. Posiblemente
también al futuro, aunque aún no lo sabían con seguridad. Era pequeñita, como
un reloj de bolsillo, pero para su funcionamiento requería tal cantidad de
energía que la hacía prohibitiva para su uso cotidiano. La ventaja de la
máquina, al no ser grande e inamovible, era que la vuelta lo hacía a un lugar
previamente programado, con la energía acumulada en la misma, pues no se podía
esperar que en un pasado remoto se consiguiese la energía necesaria para ponerla
en marcha.
¿Por
qué había dicho que sí a semejante locura? Quizá solo fuera por la promesa de
retirarle del servicio activo, con una pensión acorde a su rango, también
ascendido, pero sabía que se engañaba. Su abuela Libi le había relatado los
horrores vividos en la Alemania Nazi. Ella tenía siete años la noche en que los
hombres de marrón destrozaron la librería que su padre tenía en el centro de
Berlín y, a partir de entonces, todo había ido a peor. El hambre, el frío, las
humillaciones y, por último, el campo de Theresienstadt, al que su padre no
había llegado por haber tenido la suerte de morir antes. Su madre y su hermana
mayor sí que murieron allí, dejándola a ella sola y abandonada. Por fortuna,
después de la guerra fue trasladada a Estados Unidos, donde pudo rehacer su
vida. Su abuela Libi consiguió tener dos vidas: la de la mujer sencilla y
sensata del día y la de la mujer atormentada por los fantasmas de su pasado
durante la noche. Definitivamente, si Hitler no hubiera existido, el mundo
habría sido mejor. ¿Y qué perdía él por intentarlo? Había matado a cientos de
personas sin conocer su vida, sin saber si eran buenos o malos padres, buenos o
malos hijos, buenos o malos vecinos... Matar a un monstruo como Adolf Hitler se
le antojaba más humano, más humanitario.
Lo
equiparon con un prototipo del fusil XM2020,
que mejoraba sustancialmente al XM2010
que él estaba acostumbrado a usar. Las ropas que le dieron, pobres y raídas,
serían el disfraz perfecto para pasar inadvertido en ese Munich deprimido de la
posguerra de la Primera Guerra Mundial. Su cabello negro, ojos azules, piel
blanca y su perfecto alemán, aprendido de su abuela, complementarían el disfraz
y eran las cualidades que el profesor había buscado para su «estudio».
El
día 4 de julio de 2022, solo tres días atrás, fue su salto geográfico y
temporal. De Nueva York pasó a las afueras de Munich, cayendo el día 6 de
noviembre de 1923. El plan estaba estudiado hasta el más mínimo detalle. Tenía
dos días y medio para encontrar un lugar lo suficientemente apartado de la Odeonplatz para que no resultase sospechoso,
un lugar alto desde el cual se dominase la entrada a la plaza del Odeón, con
una vista perfecta de su entrada sur, por la que vendría la comitiva. La azotea
de un edificio situado a 1000 metros de la plaza, por el norte, había resultado
ser perfecta. Lo ideal hubiera sido que estuviera al este, para evitar ser
deslumbrado por el sol de la mañana, pero no había ninguno así, pues se tapaban
los unos a los otros. Pero el norte estaba bien, al menos no tendría el sol de
cara, y la comitiva llegaría desde el sur, desde la Marienplatz.
Ya
se veía movimiento. Llevaba una media hora observando a los policías que
deambulaban por la plaza y que habían acabado formando un cordón de seguridad a
la entrada de la misma, junto al Feldherrnhalle,
el monumento que conmemoraba a los generales que habían combatido por la patria
alemana. Él sabía lo que ocurriría, o lo que estaba a punto de ocurrir, pues en
las últimas semanas había estudiado hasta el último detalle la futura, o la
pasada, escena. Todo se desarrollaría cual si fuera una película, o una obra de
teatro, donde ningún actor tendría la posibilidad de improvisar o salirse del
guión marcado para él.
Judah
se remangó ligeramente el raído y sucio gabán que vestía, atenazó con
seguridad, pero con delicadeza, el fusil de precisión, sin quitar su ojo
derecho de la mirilla. Aunque estaba a más de mil metros de distancia, el
fragor del gentío llegaba hasta él, atenuado, pero parecía más nítido a través
de la mirilla, como si pudiera escucharlo a través de ella. Y allí estaba.
Había estudiado las posiciones de cada uno de los actores y estos cumplían a
rajatabla con la Historia. Una gran multitud de personas, pero a él solo le importaba
la primera fila. El mariscal Ludendorff, el as de la aviación Hermann Göring,
un joven Rudolf Hess, y Adolf Hitler, con su inconfundible bigotillo. Todos
cogidos por los brazos, a modo de cordón. La comitiva, por fin, terminó
deteniéndose ante el otro cordón que tenía justo en frente, el formado por la
policía. Judah debía esperar el momento. Es lo que tenía acordado con el
profesor. En un momento dado, alguien, no se sabe quién, realizaría un disparo,
y significaría el comienzo de la trifulca. Él debía esperar a que ese momento se
materializase, para disparar en el corazón de Hitler, o en el hueco del pecho
donde debería estarlo, aunque él hubiera preferido un disparo certero entre
ceja y ceja. El profesor se había negado rotundamente, porque habría resultado
sospechosa tanta puntería. Debía ser mortal, pero que pasase por un accidente.
Judah
observó desconcierto y movimiento y, en ese preciso instante, para el que
parecía que se había estado preparando durante toda su vida, apretó el gatillo
y con un sonido de chupona y un leve retroceso, la silenciosa bala fue a la búsqueda
de su objetivo. No se paró a mirar el resultado. Conocía su propia eficacia. Se
levantó del suelo y procedió a desmontar el arma, con idea de salir de la
ciudad por el norte y enterrarla por partes, en diferentes lugares, para
después volver a su casa, a su mundo, con la satisfacción del deber cumplido.
Un fugaz recuerdo de su abuela le llegó en ese momento, y Judah sonrió,
sabiéndola vengada.
El
7 de julio de 2022 Judah volvió a Nueva York, a pleno Central Park, como tenía
previsto. Era temprano. Aún así, le sobraba el raído gabán, en el verano
neoyorquino. Se lo quitó y buscó una papelera. Era extraño, sabía que junto a
aquel árbol se encontraba una, pero ya no. Hizo un lío con él y lo depositó
junto a la base del árbol, tomando dirección de su casa. Necesitaba darse una
ducha y tomarse una cerveza, antes de contactar con el profesor.
Pero
algo andaba mal, y no solo era por la inexistencia de aquella papelera, es que
no había corredores, ni patinadores ni ciclistas, no había nadie en Central
Park, a las horas en las que solían hacer algo de deporte antes de ir a
trabajar. Pero lo que le golpeó como un mazazo fue el ver ondear la primera de
muchas banderas americanas con la esvástica en su centro.
A
la salida de Central Park, dos policías de negro lo detuvieron por estar
indocumentado. Fue llevado a los calabozos de la comisaría de la Joseph P.
Kennedy Street, que él había conocido como 5th Avenue. Un sucio y desaliñado
anciano, su compañero de celda, que había sido detenido por vagabundo y vago,
le contó lo que no quería oír: Estados Unidos había ganado la Segunda Guerra
Mundial, porque su presidente, Joseph P. Kennedy, se había aliado con la
Alemania Nazi, dirigida por Max Erwin von Scheubner-Richter. Judah no podía creer lo que escuchaba. Él había
estudiado a fondo el Putsch de Munich,
incluso había estado allí, esa misma mañana. Sabía que el doctor en ingeniería Max
Erwin von Scheubner-Richter había
muerto de un disparo en la vorágine callejera. Sabía que era un nazi de origen
letón, pero poco más. El anciano vagabundo le relató lo poco que conocía de la
época, sin preguntarse la razón del interés y la ignorancia de su interlocutor,
tal vez contento de que alguien le prestase oídos. Resultaba que el dirigente
nazi había sido herido durante la trifulca, pero logró sobrevivir, sustituyendo
al anterior líder del partido, uno con bigote, que sí había muerto de un
disparo. El nuevo líder, mártir del levantamiento, al igual que el anterior,
logró hacer ascender a su partido, convirtiéndose en el Führer de Alemania. Extremadamente inteligente y despiadado,
comenzó una guerra en la que dejó libertad a sus mandos militares, los más
avezados del mundo. Él se dedicó por completo a socavar la democracia en
Estados Unidos, logrando crear un Partido Nazi Americano, liderado por su
fundador, Joseph P. Kennedy, el cual llegó al poder y se unió a Alemania.
Cuando Japón atacó Pearl Harbour, Alemania rompió su alianza con Japón y se alió
con Estados Unidos. Así, el pacto tripartito, o sea, Alemania, Italia y Estados
Unidos, lograron derrotar a Francia, Reino Unido, Japón y la URSS, expandiendo
el nazismo a todo el planeta.
La conversación fue
cortada por la pareja de policías que lo habían detenido, pues lo sacaron de la
celda y lo llevaron por oscuros pasillos hasta un despacho donde vería al
comisario. Allí estaba, sentado ante una mesa de trabajo, envarado y bien
vestido, una incipiente calva y con movimientos elegantes. Era Farrell. Por
fin, se dijo. Él me comprenderá, pensó.
—Tome asiento, por favor—ordenó Farrell,
educadamente—. Dígame su nombre, si es tan amable—prosiguió.
—¿No me reconoce, señor Farrell?—preguntó
Judah, casi sonriendo.
—¿Debería? Es la primera vez que le veo y aún
no me ha dicho su nombre.
Judah
se estremeció. Los ojos de Farrell parecían no reconocerlo. Pero todo esto
debía ser un error, estaba seguro.
—Soy el
capitán Judah Beigberwitz...aunque quizá debería decir comandante. Fui
ascendido para la última misión. ¿No le extraña que yo sí lo conozca a usted?
—¿Beigberwitz?
¿Es usted judío?—preguntó Farrell, escandalizado.
A
Judah no pasó inadvertida la mirada que se lanzaron los dos agentes que lo
habían detenido y acompañado hasta allí. La situación se le había escapado de
las manos. ¿Cómo podía ser que hubiera ido tan mal? Debía intentar decir algo,
defenderse.
—Sí, claro que
soy judío. Por eso usted, señor Farrell, y el profesor Pfeferberg vinieron a
buscarme a mi apartamento hace dos semanas, para viajar al pasado y asesinar a
Hitler...para evitar la locura del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial...
El
despacho se quedó momentáneamente en silencio. Un silencio absoluto, hiriente,
pero no más doloroso que la carcajada que aquellos tres individuos soltaron
poco después. Judah intentó incorporarse de su asiento, ofendido, pero cuatro
manos de hierro lo sujetaron con firmeza a su silla.
—Por lo que
veo, además de judío piojoso, está usted loco, señor Beigberwitz. Creía que
habíamos conseguido extinguir su raza, pero ya veo que se reproducen como las
ratas. Soy muy conocido por la gente de su calaña, porque me temen, y con
razón. A su amigo, el profesor Pfeferberg, si es el mismo al que creo que se
refiere, lo exterminé yo mismo, hace más de quince años. Aún recuerdo sus gritos
negando que fuera judío. ¡Su apellido lo delataba!...al igual que a usted.
Quitadlo de mi vista. Mañana será ahorcado.
Mientras
los dos guardias lo llevaban casi en volandas de vuelta a su celda, Judah,
aturdido por lo vivido en las últimas horas, no pudo más que pensar en que era
curioso que nunca había sentido remordimientos por matar a personas
desconocidas que podían haber sido buenos o malos padres, buenos o malos hijos,
buenos o malos vecinos...Jamás ese sentimiento se había apoderado de él, pero
ahora se arrepentía enormemente de haber matado al único ser en el mundo que
merecía la más horrenda de las muertes, al causante de tanto dolor y de la casi
extinción de su familia, al maldito Adolf Hitler.
El Condotiero
Me parece un buen relato.
ResponderEliminarNunca se sabe qué podría pasar cuando se cambia la historia de la humanidad.
Felicidades.
Gracias, M.Carmen Jp, por tu apoyo.
EliminarUn saludo.