martes, 20 de octubre de 2015

La Educación Como Arma

Andalucía es una tierra rica, fértil y con un gran pasado. La Atlántida, ese magnífico país documentado por Platón, estuvo arraigada en una isla del Océano Atlántico, frente a las costas de las provincias de Huelva y Cádiz. Sus pobladores fueron tragados por las aguas, pero algunos de ellos lograron sobrevivir y llegar hasta tierra firme, convirtiéndose así, estos atlantes, en los padres de la patria andaluza, pues de ellos nació Tartesos. El fabuloso reino, que luego tomó fama por su sabio rey Argantonio, trabó contacto con extranjeros a los que se les permitió asentarse en sus costas, para poder comerciar y, de tal forma, enriquecer las culturas de todos los pueblos que habitaban el Mar Mediterráneo. Aunque los griegos quisieron también comerciar con Tartesos, fueron finalmente las ciudades fenicias (Tiro, Byblos y Sidón) las que se aliaron con los pobladores de Andalucía e iniciaron una larga relación de varios siglos.
En el siglo III a.C. la ciudad norteafricana de Cartago sustituyó a las ciudades fenicias, aunque también era una de ellas, puesto que Cartago (que significa «Ciudad nueva» en fenicio) también había sido fundada por ciudadanos de Tiro, situada en lo que hoy sería el Líbano. Pero Cartago impuso más su fuerza que el talante amistoso de sus padres fenicios, por lo que en pocos años se hicieron con la mitad sur de la Península Ibérica y extinguieron el reino de Tartesos.
Los antiguos pobladores de Andalucía no estaban muy contentos con la nueva situación, por lo que cuando surgió un nuevo poder en el este que comenzó a hacer sombra a la cruel Cartago, se aliaron con él. Aprovechando el desembarco de Publio Escipión en el norte de la Península Ibérica, la ciudad de Cádiz (Gadir para los fenicios; Gades para los romanos) se levantó contra los cartaginenses, ayudando a Roma en sus Guerras Púnicas primero, y a pacificar el resto de Hispania después, siendo la ciudad de Cádiz una de las primeras aliadas de Roma fuera de la Península Itálica.
La Bética fue una de las provincias romanas más ricas y estables en los dilatados años de duración del Imperio Romano. Tal es así, que los mejores emperadores romanos fueron andaluces, como Trajano y Adriano.
Pero el Imperio Romano, con el paso de los siglos, se fue convirtiendo en un gigante con los pies de barro, por lo que terminó cayendo cuando una serie de pueblos noreuropeos y centroasiáticos iniciaron sus avances migratorios hacia las fronteras romanas. Francos, Hunos, Getas, Ostrogodos, Visigodos, Suevos, Alanos y muchos más destruyeron la Pax Romana y se asentaron en sus antiguos territorios, pero sólo el más noble de esos pueblos, los Vándalos, los únicos con una verdadera vocación marinera, fueron los que se instalaron en Andalucía, de la que probablemente proviene su nombre (Vandalusía). Hasta Justiniano, el mejor de los regidores del todavía en pie Imperio Romano de Oriente, declaró la guerra a los vándalos, con intención de retomar las maravillosas tierras de Andalucía.
Por varias razones, entre las que no es menos importante la lejanía de la empresa, Justiniano y su general Belisario fracasaron en el intento, pero no así los visigodos, que desde el norte de la Península lograron expulsar a los vándalos de Hispania. Esto no gustó a los andaluces, celosos de su independencia, por lo que no pasó mucho tiempo para que se aliaran con una nueva fuerza que había surgido al este y se había trasladado al sur, los musulmanes, con su nueva religión. Éstos cruzaron el estrecho de Gibraltar, llamados por los afligidos andaluces, y derrotaron a los visigodos, expulsando a los restos de su pueblo hasta las montañas asturianas.
Éste fue el principio de una época de esplendor en Andalucía, que los musulmanes denominaron Al-Andalus. Se instauró una sociedad en la que el color de la piel, las costumbres o la religión que uno profesase no iba en detrimento de sus derechos y Córdoba, convertida en la capital del Califato, llegó a ser la ciudad más poblada del mundo.
El desmembramiento de esta unidad, con los llamados reinos de Taifas, y la llegada de nuevos pueblos bereberes, sumado al ansia de conquista de los nacientes reinos cristianos del norte de Hispania, acabaron con esta épica etapa de la Historia de Andalucía. Aunque aún sobreviviría, por un par de siglos, el reino nazarí de Granada, último reducto de la luz de la sabiduría en nuestra nación.
Los Reyes Católicos tomaron Granada en 1492, expulsando a los musulmanes y unificando toda España. Los andaluces, desde entonces, nos hemos visto abocados a caminar junto con el resto de los pueblos de la Península Ibérica, pero no por iniciativa propia, sino por conquista. Aun así, los andaluces siempre hemos querido distinguirnos del resto de los pueblos que nos rodean, por lo que terminamos desviando nuestra mirada hacia el oeste, con objeto de escapar de la tiranía de los nobles castellanos. Un marinero del barrio de Triana, en Sevilla, tuvo a bien comandar los sueños de los andaluces. Se llamaba Cristóbal Colón (se sabe que era de Sevilla porque una vez se le escuchó decir «mi arma») y descubrió un Nuevo Mundo para poder ser colonizado por andaluces, que fueron la mayoría de los que allí se asentaron.
Parte del esplendor de Andalucía perdido cuando los musulmanes abandonaron estas tierras volvió con la colonización de las tierras americanas, puesto que los puertos andaluces que miraban al Atlántico, sobre todo Sevilla y Cádiz, crecieron y se convirtieron en ricas ciudades cosmopolitas, luces postreras del Siglo de la Ilustración que apenas tocó de pasada España.
El culmen de las ansias de libertad andaluzas llegó cuando la Francia Napoleónica invadió España y Cádiz, única ciudad española peninsular que resistió, creó la Constitución Española de 1812, la tercera del mundo, después de la de EE.UU. y Francia. Aunque hay que reconocer que fue el canto del cisne.
El siglo y medio posterior ha visto como, entre guerras civiles y pronunciamientos, junto con la pérdida de las colonias, Andalucía se ha visto inmersa en un círculo vicioso de analfabetismo y subdesarrollo, auspiciado por el centralismo de Madrid, con el objetivo de que las regiones periféricas nunca pudieran volver a levantarse.
Por fin otra constitución, esta vez la de 1978, nos devuelve a los andaluces el derecho a tomar nuestras propias decisiones y sólo queda esperar a que las fuerzas vivas de nuestra tierra se unan por fin para retomar lo que siempre fue nuestro, la independencia de Andalucía.
Este ejercicio quiere demostrar lo manipulable que es la Historia, siempre y cuando no se contraste debidamente. Si yo, realmente, fuera un nacionalista independentista andaluz, como otros de otras regiones españolas, respondería al que me tachara de embustero de ser antiandaluz y, por tanto, los andaluces de pro deberían creer en mis palabras.
Si esta Historia de Andalucía (o mejor dicho, esta «jartá de tonterías») que acabo de plasmar se enseñara en los colegios de toda nuestra Comunidad Autónoma, al cabo de una generación (25 años), tendríamos una corriente de jóvenes independentistas andaluces, pues lo que habrían aprendido sería que Andalucía siempre ha sido una tierra libre, hasta que los castellanos nos tiranizaron.
Por esto reivindico la importancia de los cinco pilares de un Estado, los cinco pilares que jamás debe ceder a ningún otro estamento político en la jerarquía de poder, ya esté en el escalón que esté. Esos cinco pilares son: Exteriores, Defensa, Hacienda, Justicia y Educación.
Aunque, en principio, Educación se vea como la más «tonta» de las cinco, creo que he demostrado ampliamente que, en realidad, es la más peligrosa de todas. Es el arma por la cual un Estado se puede ver abocado al desastre, aunque sea un arma que mate lentamente, al cabo de una generación.

El Condotiero

No hay comentarios:

Publicar un comentario